Paul Antoine Matos
La Jornada Maya

13 de octubre, 2015

Desde hace más de 30 años, Samuel Jesús Can Ek, se instala en las puertas del Colegio Peninsular Rogers Hall, para vender a los estudiantes sus reconocidos charritos, que han sido consumidos por varias generaciones de niños y jóvenes egresados de esa escuela. Limón, chile “del que pica”, chile “tico” y chamoy, son las cuatro variantes de los charritos de Samuel; pero, el éxito de la receta no radica en tales ingredientes, sino en el personaje que los prepara.

Durante la hora del recreo y a la salida de clases, muchas manos asoman entre los barrotes de la reja que separa al colegio de la calle: hordas ávidas de rogerianos que le piden a Samuel, además, la fruta de la temporada. Sin importar si es zanahoria, jícama, mango o pepino, Samuel les ofrece chamoy para acompañarla. Esos niños que hoy le compran durante sus descansos son los hijos de quienes fueron los primeros clientes de Samuel.

En 1979 Samuel apenas era un niño que cursaba la primaria. En aquella época Fernando Perera –quien años después se convertiría en su cuñado– lo invitó a apoyarlo en la venta de dulces y frutas en el Rogers. Por ayudar a su madre, aceptó la propuesta de Fernando, sólo tenía siete años.

“Pensaban que mi cuñado era mi papá”, dice alegre Samuel al recordar aquellos tiempos. Unos años después, a los trece, Fernando le ofreció cuidar el puesto durante las tardes, con la condición de que también le apoyara por las mañanas. Como había dejado de estudiar en cuarto grado, siempre pensando en su madre, con quien vivía, además de sus dos hermanos.

Con apenas un tablero de madera y una bolsa para proteger los productos de la lluvia, Samuel y su mamá se establecieron en el exterior del colegio. Con el paso del tiempo, decidieron construir un toldo para cubrirse de la intemperie. Para evitar contratar a un carpintero, él decidió hacerlo con sus propias manos. Además, construyó otro tablero de madera con el cual mostraba los charritos y demás dulces.

Hoy el carrito de Samuel brilla con su pintura de color verde; cuenta con una vidriera, luces para las ventas nocturnas y un equipo de sonido. Ahí exhibe los charritos, las frutas, las papas fritas y un sinnúmero de dulces.

En el año 2000, casado y con dos hijos, Samuel decidió incrementar su negocio. En los últimos 15 años ha ampliado su oferta de productos; ya no sólo son los charritos y las frutas, también vende chicharrones, y otras tantas chucherías.

Los cambios generacionales han provocado la variación en los productos y permiten la entrada de nuevos, indica Samuel. Con el tiempo los alumnos cambian, si uno estudia toda su vida en el Rogers elige el mismo dulce, pero llegan otros niños y dicen que en cada colegio se vende uno diferente; entonces hay que adaptarse, considera.

“Hay cosas que a ellos les gusta que venda, me piden tal dulce o producto y se los traigo. Por ejemplo, las cachetadas –unas paletas de caramelo planas–; me las piden mucho, pero no siempre las puedo traer, porque en algunas temporadas quedan pegajosas. Pero cuando es la época, las traigo y quedan contentos”, dice sobre las solicitudes que le hacen los alumnos del Rogers.

Además de vender en el Rogers, Samuel ofrece sus charritos en eventos sociales como bodas, graduaciones y XV años. Esta tarea de emprendedor comenzó hace 12 años, cuando un amigo suyo se casó y lo invitó. “En ese momento dije sí pega vender en fiestas, por lo que hice mi carrito y lo estrené allí”. Ahora, durante los fines de semana, trabaja con sus hijos en los eventos.

Su hijo mayor, Jesús, tiene 22 años y ha heredado parte del negocio. Samuel cubre las instalaciones donde está la primaria del Rogers, en la calle 21, mientras su hijo atiende a los alumnos de secundaria y preparatoria, a un costado del colegio.

[h2]Siempre sonreír[/h2]

Si las 30 generaciones de alumnos del Rogers recuerdan por algo a Samuel, además de lo que vende, es su sonrisa. Es consciente de la importancia de separar el trabajo del hogar, evitando que los problemas caseros afecten su trato hacia los alumnos.

“Lo mejor es la amabilidad y que tengas una sonrisa siempre, es lo que le digo a los otros compañeros. Si la gente ve que tienes mala cara, no regresa”, expresa. Incluso, platicar con los alumnos y verlos contentos le alegra el día, asegura. “Molesto no vengo, mejor me quedo en casa”, agrega.

“Si llego y le digo a los alumnos ‘no toques nada’, van a dejar de comprar porque dirán que estoy cambiando. Por eso creo que la gente sigue viniendo, porque sienten que soy el mismo de hace 30 años y me lo dicen”, indica.

Samuel hoy ya tiene 43 años, las arrugas en su rostro sonriente demuestran que el tiempo no pasa en vano, pero los ex alumnos del Rogers lo reconocen y lo siguen saludando.

Muchos de esos ex alumnos ya son padres de familia; desde sus automóviles recorren la calle 21, mientras tocan el claxon, a lo que él responde saludando con la mano.

“Siempre me ha gustado estar en la escuela, aquí crecí y me hice amigo de todos los chavos, de todas las generaciones”, dice Samuel.

“Los ex alumnos papás están contentos, me ven y me felicitan por seguir aquí. A veces los vacilo con que me quitaré, pero me dicen que no lo haga. Les gusta que esté acá, son generaciones que se acuerdan de los [i]charritos[/i], los cacahuates y los chicharrones”, añade.

Samuel comenta que la directora y los maestros del colegio siempre lo saludan y le preguntan cómo está. A ellos agradece permitirle vender a las afueras del Rogers, él lo considera como su segunda casa. “Me ha dado mucho, a la escuela siempre se lo agradezco, ellos me han permitido levantar mi negocio”.

Termina la entrevista con [i]La Jornada Maya[/i] y una treintañera, madre de familia, se estaciona junto al carrito, baja la ventana y dice: ¡Hola Samuelito! ¿Me das unos charritos? ¡Los mismos de siempre!


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