Luna Nueva
La Jornada Maya

7 de septiembre, 2015

Desde que nació, notaba que era más retraído que los demás bebés y que se asustaba de cosas insignificantes. Llamé la atención de los doctores para que le hicieran estudios y me decían que era retrasado mental. Solamente en Cuba le hicieron los estudios adecuados y me explicaron qué estaba pasando. Entonces supe que era autista.

Es un estado, una condición que ha involucrado solidariamente a toda mi familia. Así vivo con él, uniéndome al camino exactamente igual que recorre a su cuarto, viendo que todo esté bien acomodado, que los cajones estén cerrados como le gusta verlos. Además del orden, debo cuidarle el azúcar porque a su estado se le agregó la diabetes desde niño. No pueden faltar las medicinas en la rutina diaria.

Cuando veo que no come nada este domingo 10 de mayo, lo llevo a la Clínica 51 del IMSS de aquí, en Guadalajara, Jalisco. Como si en días festivos no pudiéramos enfermarnos, en esta clínica se tardan demasiado tiempo en atendernos mientras veo que mi hijo empeora. Con su más claro idioma, el de los ojos, me dice que está triste, que se siente mal. Lo llevo a la Clínica particular San Francisco de Asís, ubicado en Av. Américas 1946, Lomas del Country de esta ciudad, a donde llega con la glucosa en 450 y, al día siguiente lo opera el doctor Jaime Francisco Hernández para arreglar la obstrucción. La operación resulta exitosa. El doctor que lo interviene dice que había encontrado adherencias de una cirugía anterior y una hernia interna que había corregido, y decide mandarlo a Terapia Intensiva para controlarlo. Encontrar un doctor humano y sensible en estos momentos es algo que uno agradece para toda la vida.

El internista Rafael Camacho se autonombra responsable de mi hijo, yo deposito en él mi confianza y le pregunto todo, él me asegura que va muy bien. Cada vez que subo a visitarlo, mi hijo enfermo está en la misma posición. Algo me dice que eso puede hacerle daño aunque no sé cómo, me contestan que lo acaban de poner boca arriba, dándome a entender que antes había estado en posición diferente. Yo pregunto siempre porque intuyo que el peso de casi 122 kilos y la inactividad física pueden crearle alguna lesión de la que él, mi hijo, no pueda decirnos nada. Después de una semana en la que solamente recibe suero intravenoso lo dan de alta, pero el doctor Camacho ordena contratar el servicio de enfermería exclusiva y privada, con turno de 24 horas por 24 pues no era suficiente el servicio ambulatorio de enfermería del hospital. Así lo hago. Cuando el 24 de mayo me lo entregan, me informan que “lleva una ulcerita”. El doctor Camacho lo da de alta. No sé cómo pudo hacerlo. Yo veo una mancha en la espalda baja y una llaga donde nacen los glúteos. Sé que debe doler pero él no puede decirnos nada. En la onerosa cuenta que tuve que pagar al hospital, este doctor, del que ahora creo que jamás vio ni revisó la úlcera a mi hijo, fue el que más cobró por no hacer nada, 35 mil pesos.

Cuando lo da de alta, le mido la temperatura, 38 y 39 grados, está altísima. Nada, ni las medicinas ni los baños físicos le bajan esa fiebre. El doctor Camacho me dice por teléfono que espere, y en su más sabia explicación me dice que pueden ser los antibióticos los causantes de la fiebre y me repite que espere, que la calentura debe bajar sola. Los enfermeros contratados en la casa y la dermatóloga Marisol Ramírez que lo ve, coinciden en señalar que esta infección se produjo por una mala práctica en el hospital San Francisco, especialmente por parte del personal de enfermería en Terapia Intensiva, que a pesar de los altos costos, de ninguna manera otorgaron el servicio adecuado.

Lo llevo al Centro Médico Nacional de Occidente, del IMSS. El doctor José Alonso Gutiérrez lo opera y me explica que amerita nada menos que cinco cirugías para limpiar la zona. Si pudiera haber un traductor instantáneo de emociones, yo habría llenado un compendio con lo que mi hijo transmite en esos días. Con los ojos, con la cabeza, con su lastimado cuerpo ya no refleja tristeza solamente, sino toda la figura de la depresión. Trato de animarlo, pero yo misma voy de la ansiedad a la rabia.

Tras las operaciones y esos 15 días de hospital, seguimos ahora una dieta de 2 mil calorías al día y 200 gramos de proteína para bajar el peso y el azúcar. Va regresando poco a poco la rutina del orden, el mismo camino hacia el cuarto. Regresan las ganas de fiesta, de cumpleaños con piñata. Regresan las horas frente al papel, dibujando. Dibujos de edificios y de aviones, como testimonio de la inexplicable obstinación de mi hijo por las alturas, por lo que es grande pero sobre todo, lo que es alto. Por eso tiene en su cuarto una envidiable colección de aviones, camiones y edificios en miniatura, todo lo que le recuerde el misterio del volumen. Ya regresan los horarios fijos, los paseos, el balanceo como lo veo siempre de espaldas y las salidas a la tienda, donde se da cuenta si le dan el cambio mal. Vuelve a comer y a bañarse solo. Vuelve a oír la música que le gusta.

He denunciado esta situación ante la Comisión de Arbitraje Médico de Jalisco (CAMEJAL), primero para quejarme formalmente de los servicios que otorgan en el Hospital donde tuve la mala suerte de caer, pero también para informar a todos los usuarios de estos servicios que estén atentos, porque puede salir muy caro, y no en lo económico, sino en el bienestar de nuestro enfermo o de nosotros mismos.

Ahora, mi hijo vuelve a ser como era, con esa extraña forma que tiene de expresar su bienestar que son los abrazos, la aprobación incondicional, la sonrisa, el gusto de estar, el interminable cariño que siente por los que lo rodeamos y por la vida que le tocó vivir, que es buena.

Espero tu historia en [email protected]


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