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Armando Eloy
La Jornada Maya

31 de agosto, 2015

Es probable que la bolita en mi dedo gordo del pie pueda ser acumulación de grasa, o una torcedura aunque, de serlo, tendría que dolerme. No sé bien desde cuándo la tengo, no me di cuenta cuándo me apareció con lo ocupado que estuve. Nunca me cansó tanto un trabajo, ni cuando estudié la licenciatura en Matemáticas, ni las maestrías que hice en Estadística y Educación, ni en la docencia en la Universidad Autónoma de Yucatán (Uady), como cuando me dijeron que mi esposa tenía cáncer de páncreas. En esos meses, desde que lo supe hasta que murió, estuve dedicado en cuerpo y alma a cuidarla y nunca pensé en lo cansado que podía ser. Y no es que me haya cansado, sino que no pensaba en mí.

Siempre es mejor que un doctor diga qué es lo que tengo en el pie. En el Centro Dermatológico de Mérida, aquí en Yucatán, hacen un estudio del tejido que resulta ser un Melanoma maligno y me mandan a la Clínica Pensiones. Aunque esta clínica es particular, recibe la subrogación de servicios médicos de la Uady y no tengo que pagar aquí. Sé que el Melanoma es una forma muy agresiva de cáncer, así que acepto que el doctor José Enrique González me opere para amputar el dedo. En la operación también me quita unos ganglios que salieron mal. Me dicen que debo guardarme 15 días, pero desde el primero, ya en mi casa trato de moverme, recargándome en una silla para caminar. Se me hincha el pie y la pierna, pero con el movimiento se va bajando y puedo funcionar. Lo que menos quiero es ser una carga para mi hija, que bastante está enfrentando con la muerte de su madre y con su propio divorcio.

Ni quiero ser una carga para mis nietos. Me dan de alta por la buena cicatrización y permiso para viajar. Como en todos los viajes que organizo, quiero que la familia tenga diversión y cultura. Esta vez los llevo a Palenque. Los veo subir al Templo de la Cruz junto a Pakal, y vamos después a Catemaco, se embarran máscaras de lodo y perseguimos en el lago a los monos, que no se dejan ver. Así quiero estar con mi hija y con mis nietos, felices y a toda velocidad sobre una lancha. A mis nietos les encanta sentir el aire en la cara.

Por tratarse de una enfermedad más complicada, me mandan a la Clínica Mérida. Ahí tengo consulta con el otro doctor. Me enoja que por verme enfermo y un poco cansado, no crea que no voy a notar su desinterés. Mientras cuento mi caso revisa su laptop, parece aburrirle lo que me pasa, contesta mensajes por celular pero me hace seguir hablando. Habla por el celular mientras pasa con los dedos las hojas de mi expediente. Como receta me manda a observación. Me extraña, porque he leído que el Melanoma que me dio es muy agresivo y no hay que esperar, pero creo que hay que confiar en la opinión médica.

Así paso seis meses, en observación, hasta que notan unos ganglios inflamados en la ingle y unos extraños lunares en el muslo, siempre en el lado izquierdo, donde todo empezó. Me regresan a Pensiones, donde el doctor González decide operar, pero al empezar ve que toda la pierna está invadida de cáncer. Es inútil la operación. Hay que dar Quimioterapia. El doctor González parece saber lo que dice. Me recomienda mi hermana un lugar donde dan tratamientos alternativos, en Baca, en la Hacienda de San José. No lo pienso. Hablo y una simpática voz de mujer me da cita para este mismo lunes. La Clínica alternativa está en una ex hacienda henequenera, resguardada todavía por la selva. Estacionamos el carro afuera y apagamos el celular como nos mandan. En la sala de espera veo por qué vienen tantas personas, no sé si se curan pero la vegetación y los pájaros son mejor ambiente que el del hospital. Me abren un expediente y me mandan tomar la terapia tres veces a la semana. Uso otra vez la extremada disciplina con que he vivido siempre y, con la misma convicción que recibo las quimioterapias, empiezo a venir a Baca. Aquí conozco este lento ejercicio que es el Chi Kung. Muevo mi cuerpo con una flexibilidad que yo no conocía. Me anima saber que, todos a mi alrededor, son también enfermos a los que les cuesta el mismo trabajo levantar los brazos que a mí o doblar el cuello. Aquí nadie nos juzga, nadie nos exige de más. Tomo la terapia electromagnética, la terapia floral y gano nuevos amigos. Este nuevo grupo es más fiestero de lo que imaginé. Al final de las terapias nos vamos a la cafetería y nos quedamos en el chisme, haciendo planes para el cumpleaños o el bautizo o para lo que sea. Mi hija y mis nietos ya vienen también.

Vivo en casa junto con mi hija, pero separados. Me hago cargo de mí y soy totalmente independiente. Quiero que ella se sienta tranquila, sin la carga de un enfermo. Voy al mercado, hago la despensa, me cuido a mí mismo y cuando estoy solo, pienso y lloro por mi esposa, por la que no tuve tiempo de llorar.

Con el tratamiento y el Chi Kung de Baca me siento bien. Con la Quimioterapia, con la que ya llevo un año, me siento mal y no veo a los doctores muy convencidos de que me esté sirviendo. Decido dejarla. Siempre platico con mi hija estas cosas, pero sabemos que la decisión me toca a mí. Decido quedarme con el aire, los pájaros y los venados de Baca. Pase lo que tenga que pasar, ésta es mi decisión. Me entrego al electromagnetismo, a la terapia floral y empiezo a tomar el veneno de alacrán cubano. Hago Chi Kung como si en cada oscilación de mis brazos llevara yo el último permiso para disfrutar en este mundo, así saludo a mis amigos, así abrazo a mi hija.

Ahora que me siento más débil y se me ha hinchado más mi pierna izquierda, sé que la prórroga está terminando. Como ya casi no tengo hambre y siento mucho dolor, le pido a mi hija que me lleve al Centro Médico de las Américas (CEMA), le habla al doctor anterior para recibir su recomendación, que fue tan apática como cuando me mandó esperar seis meses, es: “pues ya, que lo seden y ya”. Nunca viene a visitarme al CEMA donde paso internado cinco días. Es el doctor Humberto Angulo quien me da de alta y le explica claramente a mi hija mi situación.

Mejor quiero estar en casa éste que, lo sé, es el último curso. Le pido a mi hija que me dé analgésico para evitar el dolor, no tanto por mí sino por ella. Hasta puedo ir a la graduación de danza de mi nieta mayor, en silla de ruedas, a verla hacer maravillosos bailes polinesios.

Qué cedazo tan eficaz es la proximidad de la muerte. Pueden verse a los que huyen, los que se van, y a los que están presentes como mi familia y el doctor Angulo, que viene a verme a casa y le agradezco, cuando puedo hablar, que ampare a mi hija. Todos los doctores debían ser como él.

Estoy solo en mi cuarto y algo extraño pasa. Huelo la selva de Baca y oigo chillar a los monos de Catemaco. El dolor se mitiga, la pesadez del cuerpo se suaviza. Me siento feliz. Veo a mis nietos en la lancha desafiando al viento y, con la última brizna, cierro los ojos.

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