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José Luis Domínguez Castro
La Jornada Maya

18 de agosto, 2015

Algo que sin duda distingue a Yucatán del resto del país, son las vacaciones, y la felicidad generada por éstas.


A diferencia de lo que se acostumbra en otras ciudades, en Mérida, hace muchos años que, gracias a nuestra peculiar geografía, los peninsulares hemos venido gozando de La Temporada. Y es que los dos meses que pasábamos en la playa –cualquier playa– se convertían cada año en un corte radical en nuestras vidas, en un cambio en las rutinas de la vida cotidiana familiar, en las relaciones sociales, y hasta en los negocios. En temporada se conocía gente nueva, se entablaban nuevas amistades; se redondeaban noviazgos, se fraguaban planes de negocios, se corrían los chismes con más soltura (¿más?), etc. Pero sobre todo se vivía muy feliz.


Los huaches, los del mero centro del país, al menos unos cuantos, en vacaciones solían ir a pasar unos días en Acapulco, Cuernavaca o Oaxtepec, el más socorrido. Ya de perdida, se visitaban los balnearios capitalinos. En el peor de los casos se acudía a remar y a mojarse un poco, por dentro y por fuera, pasando el día en Chapultepec o en Xochimilco.


Mientras tanto, acá en Yucalandia, la alegría de las vacaciones se prolongaba por dos largos meses: julio y agosto y los gozos de La Temporada permeaban todos los niveles sociales y pringaban a gran parte de la población, ya que muchos, casi todos, podían darse una escapada al menos una vez por semana, al puerto más cercano. Los del rumbo de Motul y zona henequenera, por ejemplo, se iban a Telchac; los del oriente se acercaban a la playas de Chabihau y Santa Clara; los hunucmenses, los de Maxcanú y muchos meridanos, a Sisal y Celestún; los emeritenses en el pasado, recalaban en Xkulukiá (antigua playa exclusiva para familias de hacendados) y más recientemente, a Progreso. Las playas se llenaban los fines de semana de temporadistas desde Chuburná y Chelem, hasta Chicxulub y Uaymitún. Y hasta las familias más modestas de comunidades del interior del estado y alejadas de la costa, organizaban zambullidas colectivas dominicales, alquilando camiones de carga para el traslado de los temporadistas de un día. Los baños de mar a pleno sol, el saborear pescado frito y el compartir esos días, hacían de nuestras temporadas vacacionales los meses más anhelados, los meses, o al menos los días más felices del año.


Cómo olvidar esas semanas compartidas con algunos parientes que con mínimos recursos (hamacas, latas de galletas, un lote de cuentos, una buena lotería y hasta una planta de luz portátil) disfrutaban en familia extensa los días en la playa. Y es que allá, en la ciudad o en el pueblo de origen, habían quedado en el olvido el calor de la época, los problemas económicos y hasta las materias reprobadas. ¡O témpora, o mores!


¿Qué padre de familia no escatimaba recursos con tal de ver a sus hijos felices durante sus vacaciones en ese ambiente paradisiaco que borraba por unos días muchas diferencias de clase, de nivel cultural o de religión? Sin duda alguna que las temporadas que por lo general se gozaban en moloch (colectivamente) con parientes y amigos dejaban en sus usuarios una huella indeleble que contribuía a incrementar los niveles de felicidad colectiva. Por eso, esas gentes que hacen encuestas y andan por el mundo registrando los niveles de felicidad de los pueblos, perderían su tiempo si quisieran decirnos lo contrario a quienes, seamos o no de acá, hemos experimentado las bondades personales y sociales de alguna temporada.


Ciertamente, los tiempos han cambiado: ya no es fácil darse el lujo de un mes completo en la playa ni mucho menos dos! Los calendarios escolares y laborales se han venido modificando en aras de la productividad nacional; los niños y jóvenes de ahora no pueden vivir sin su tecnología, ni pueden moverse sin renunciar a sus aparatos que como prótesis múltiples los acompañan en todo tiempo y lugar; las abuelas modernas ya no saben como se cocina un pescado, los jefes de familia terminan tarde en su trabajo y ante un buen partido de futbol trasmitido por la TV o irse a la playa, prefieren la primera opción que irse a dormir con la familia a los sitios de playa cada día más distantes. En fin, no creo que La Temporada esté condenada a morir, sino todo lo contrario, se ha ido adaptando a las necesidades del mundo actual, y a los habitantes diversificados de la península. Muchos norteños, tapatíos o huachitos del centro, han decidido “quemar sus naves” y permanecer en nuestras tierras, por las ventajas de vivir cerca o junto al mar, ¿que no?


Luego entonces, lo que es una verdad incuestionable es que para quienes tenemos el privilegio de vivir en Yucatán, desde antes del surgimiento de Cancún o después de la explosión demográfica de Playa del Carmen, las temporadas nos han hecho muy felices, y a nuestros hijos les ha permitido crecer sanamente. Por eso, cuando por alguna razón hemos tenido que salir, sea por estudios, o trabajo, soñamos con volver a nuestra querida tierra, entre otras cosas, por las temporadas.


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