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Armando Eloy
La Jornada Maya

17 de agosto, 2015

Si bien padezco desde los 15 años “crisis convulsivas”, nadie me dijo de manera categórica que tengo epilepsia. Supongo que no había motivo ya que mis crisis habían sido poco frecuentes; desde el 2000 hasta antes del 8 de junio de 2012 había tenido tan solo cuatro.

Me he medicado con fenitoína por más de 11 años, que se consigue como Epamín, de Pfizer o genérica, y me controla bien. Pero el 19 de marzo de 2012, después de cuatro años, vuelvo a sufrir una crisis bastaste intensa. El episodio me asusta y me lleva a buscar otra opinión. La doctora Ana Lilia Osnaya Rubio del Hospital Dalinde decide cambiar el medicamento a otro llamado Keppra, alegando que la fenitoína era de “vieja generación”. Lamento el día en que escuché su recomendación. Por aquel entonces me encuentro desempeñando un trabajo que me gusta mucho pero me genera muchísima presión, malos horarios y pésimos hábitos. Todo ello es una bomba de tiempo para mi salud.

Lamentablemente ninguno de mis tres neurólogos desde el 2000, ni el doctor Máximo Téllez, ni el doctor Félix Domínguez y menos aún la doctora Osnaya, me especifican que, a pesar de la poca frecuencia de las crisis, yo tengo epilepsia. Este desconocimiento me lleva al descuido total de mi salud y mi persona. Con una falta de orientación y del sentido de mi vida, me dejo llevar por el estrés laboral, el descuido en mi alimentación, mis horas de sueño y el descontrol en el alcohol. Total, según los médicos “yo sólo tenía ataques convulsivos inexplicables de vez en cuando”.

El 8 de junio de 2012, alrededor de la una de la tarde me dirijo a mi trabajo en un canal de televisión. Tengo para esa misma noche una transmisión en vivo y debo llegar con tiempo a preparar contenido, coordinar a los editores y revisar la señal. Mientras voy manejando comienzo a sentirme mal… Sé que me va a dar un ataque. Es difícil de explicar pero haré el mejor intento. Es como si dejara de poner atención de repente a todo lo que sucede en el momento. La luz comienza a hacerse más intensa y se siente una angustia muy fuerte. Cuando quiero hablar no puedo hacerlo hasta que pierdo la conciencia. Pierdo la noción del tiempo también. Todo ocurre en un lapso de unos cinco a diez segundos, que me funcionan para orillarme y apagar mi coche…

Cuando recupero la conciencia, me encuentro en otro punto de la ciudad por el que no suelo transitar. Mi vehículo está dañado, orillado, dos taxistas están furiosos conmigo, sus unidades golpeadas, un oficial de policía me reclama airado porque me había bajado a patear su moto. A esas horas, por algún instinto de sobrevivencia, ya había llamado a mis padres pero no recuerdo el momento de haberlo hecho. Fue el día en el que yo, de la nada, golpeé dos taxis, pateé a una patrulla y manejé inconsciente hasta que los ofendidos me alcanzaron para reclamar. Tristemente no tengo recuerdo alguno de lo que pasó durante todo el ataque. El miedo que siento tras darme cuenta de lo sucedido es algo que jamás había sentido, y que después de tres años aún me causa escalofríos. Me recupero un poco y logro calmar al policía. Llegan mi familia, el seguro y la grúa. Se hacen los trámites necesarios, hablo al trabajo para avisar y me voy a casa a descansar.
Y es que durante un ataque de epilepsia, uno hace cosas fuera de la conciencia que después no recuerda. Ahora lo sé.

Mientras me cepillo los dientes en casa comienzo de nuevo a sentirme mal. Estoy sufriendo otro ataque.

Confundido, despierto en el Hospital MIG de Lindavista, al norte de la ciudad de México, en la sala de urgencias, con un dolor muscular terrible y mi lengua lastimada (es común lastimarse durante una convulsión), además del cansancio físico y el desánimo emocional. Me estabilizaron inyectandome fenitoína, para que mi cuerpo obtuviera de manera rápida el medicamento que había dejado de recibir. Había sido una mala decisión suspenderla. Esa noche me internan para tenerme en observación.

Al día siguiente me hacen un electroencefalograma, no es el primero que me hacen. Es el doctor Guillermo Coronas Bustos de este mismo hospital, internista, quien me habla por primera vez con claridad:

“Tienes epilepsia. Yo no sé por qué otros médicos no te lo han dicho, y tampoco entiendo por qué alguien que se dice neuróloga te cambió de pronto el medicamento. Con la fenitoína estabas estable y no debías haberla dejado. Según tu estudio, tienes mucha ansiedad. Necesitas bajarle al estrés y a los motivos de ansiedad”.

Me manda fenitoína como medicamento fijo y un ansiolítico, pero lo más importante, me pide que controle mis hábitos: que deje de beber, que no me desvele, que coma sano y procure no estresarme. Es complicado no estrasarme, porque el estrés y la ansiedad son parte de mi; han sido un mecanismo para estar y trabajar.

Tomo decisiones muy malas los meses subsecuentes en muchos aspectos de mi vida, como el trabajo o la pareja. Me doy cuenta de que muchas personas no pueden entender lo que me sucede y no puedo recriminarles, puesto que no han vivido lo que yo he vivido. Yo me discrimino a mí mismo.

Sé que hay enfermedades más graves, pero considero lo que viví como un verdadero despertar, un renacimiento. Decido empezar desde cero. Renuncio al trabajo y empiezo a valorar muchas cosas que antes no veía. La epilepsia no es solo una enfermedad que provoca convulsiones. Son descargas eléctricas en el cerebro que generan impulsos y tiene consecuencias que van más allá de lo físico: cambios en el estado de ánimo, impulsividad, depresión. Y saber que tenemos esta enfermedad también provoca otras emociones. Estas consecuencias emocionales pueden causar otro daño si no se desarrolla una completa conciencia de la vida.
Más allá de los cuidados físicos, tiene que haber un cuidado emocional.

Recibo un correcto enfoque sicoterapéutico, primero con el siquiatra Daniel Moreno y después con la sicóloga Susana Contreras, de Puebla, que me ha ayudado a dejar el dolor de esta experiencia y a conocerme mejor, quererme y aceptarme.

El tiempo también enseña. Después de tres años he aprendido a moderarme, a controlar mi impulsividad. No se trata de nunca salir a una fiesta. Sí salgo, y me tomo una cerveza si quiero. He aprendido a decir no cuando estoy cansado, a dejar pasar las cosas que no están en mis manos y a no querer controlar todo; sé que a veces, mis neuronas me pueden traicionar, pero si tengo un día malo no lo veo como el fin del mundo, lo asimilo y lo vivo intensamente, al igual que los días buenos. He aprendido a conocer mi cuerpo, he perdido peso y hago ejercicio. Estar centrado y consciente me lleva a sentirme mejor, más calmado, satisfecho en mi trabajo y con mi pareja. Tengo 30 años y hace tres que no he tenido ninguna convulsión. A todos los que se sienten como yo, quiero decirles: no es tu culpa, no te lastimes, aprende a vivir con esto y date todo el valor que mereces.


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