Armando Eloy
La Jornada Maya

3 de agosto, 2015

Qué difícil se hace la vida con un diagnóstico de cáncer. Da un giro tan repentino, que si uno no está consciente de lo que es y lo que quiere, puede uno tomar decisiones que lo llevan a uno a empeorar, a perder amigos y amigas cercanos y hasta a morir. Por lo que fue mi experiencia, empiezo hace más de un año con unas bolas en el cuello y sudando mucho sobre todo en la noche, y mi familia insiste en que vaya a ver a un doctor. Primero voy a una Farmacia Similar, como para ver qué me decían. Cuando las bolas en el cuello siguen creciendo, voy a la Clínica 43 del Instituto del Seguro Social, en la colonia Vicente Guerrero de la Capital, a hacer filas desde las 6 de la mañana por una ficha, y luego a consulta hasta las 12. Cuando me quito el paliacate del cuello el doctor me dice “tienes cáncer” y me manda a hacer una biopsia. Es una noticia que no esperaba que me la soltaran así no más, a mis 26 años.

¿Qué? ¿Cáncer? He escuchado que el cáncer es una enfermedad mortal, muy difícil de superar y que los tratamientos son agresivos y dolorosos. Me sentí aterrado.

Me pasan a hacer una biopsia, que me practican de manera improvisada en un cuarto que no cuenta con lo que yo creo que debe ser la higiene necesaria, me ponen un poco de anestesia local, me abren pero yo estoy platicando con los doctores, les digo que me duele pero ellos siguen. Sacan un pedazo de ganglio para mandarlo al laboratorio, días después, me entregan el resultado: Linfoma de Hodking,
un cáncer en la linfa. De inmediato soy canalizado al Centro Medico del IMSS, en Avenida Cuauhtémoc del DF.

En este gran hospital me abren un expediente y comienza la carrera de los doctores y las doctoras para ver qué tan avanzada está la enfermedad. Tienen que volver a hacer una biopsia y me programan para otra cirugía, para volverme abrir y extraer nuevamente tejido de mi cuello, analizarlo y tener la misma respuesta, Linfoma de Hodking en etapa 4, es decir muy avanzado y hallándose en otras partes del cuerpo. Los doctores empiezan a actuar rápidamente para ganar tiempo, dicen, y hay que comenzar el tratamiento de quimioterapias.

Sinceramente yo no creo en la medicina alópata y mucho menos en una que, para poder curarme, primero tiene que dejarme casi muerto. Llega el día que la doctora María Elena Zarsosa me habla del tratamiento: 12 quimioterapias en 6 meses, 1 cada 15 días. Discutimos mucho porque ella se niega a aceptar otra alternativa que no sea el protocolo. Es tanto mi miedo que no sé qué decisión tomar: ¿quimios, o no quimios? Veo entonces que la doctora anota otras cosas en mi expediente.

Veo lo cerrado que es el sistema de salud y los doctores, que tienen medicinas químicas que pueden ser beneficiosas para algunos organismos y para otros
contraproducente, y no ven que las dosis no son siempre soportables. No me queda más que quedarme callado y aceptar, firmar el consentimiento y empezar las quimios, pero veo que los doctores hacen más anotaciones en mi expediente. Las quimioterapias me provocan una presión en toda la cabeza, como sinusitis en la nariz, sin hablar de los vómitos todo el día y sin poder ver de frente la luz. Empiezo a bajar de peso, porque lo que como lo devuelvo. Como bajo tanto de peso, los brazos se me hacen delgados y me duele cuando me canalizan debajo de la muñeca, por eso pido que me lo pongan arriba, donde mi brazo es más grueso. Y acepto que me pongan un catéter, que todavía traigo aquí. Para ponerme el catéter me dicen que no debo cenar nada, pues es como otra cirugía con anestesia total. A mi mamá le hacen firmar tres veces, luego a mi novia la noche que se queda conmigo, aceptando que me puede pasar de todo, desde una infección por tener mis defensas pulverizadas hasta morirme. Al despertar veo a los doctores ahí, les digo que me duele pero ellos siguen cosiendo.

Tengo en mi cuerpo 14 quimioterapias en casi un año, en ese tiempo me doy cuenta de la falta de servicios, largas esperas, malas caras y la falta del medicamento, la poca importancia que tiene nuestra opinión, la de los pacientes. Para la siguiente etapa de mi quimioterapia tengo que hospitalizarme. Nadie me dijo esto, que cada vez iba a ser más fuerte, y entonces pregunto a la doctora Aline, que pone otras notas en mi expediente. En la siguiente cita me informan que mi caso había pasado a algo que se llama Consejo General, que estaba comentado por todos los doctores que me habían visto, que me catalogaban como rebelde, por preguntar.

Llevo un rato adoptando otra forma de vida, con alternativas para el malestar físico y emocional, con remedios caseros, meditaciones, plantas medicinales. Tomo el veneno de alacrán cubano y hago muchas cosas, como sembrar las plantas en mi patio, donde ya tengo milpa y jitomates. Cuando vuelvo a consulta en el Hospital General, después de otros regaños y anotaciones en mi expediente, los análisis que me hacen salen limpios. Ya no tengo cáncer. La doctora Zarsosa me pregunta qué tomé y digo que el veneno de alacrán de Cuba, esperando que también pusiera eso en mi expediente pero, para mi sorpresa se queda pensando y dice: “mmm, eso no lo voy a anotar”. Y lo cierra.

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