Luna Nueva
La Jornada Maya

27 de julio, 2015

[h1]? De paseo en el Seguro Social[/h1]

Cuando veo que le baja la presión a mi esposo pero la fiebre no le baja nada, sé que tenemos que ir a urgencias. Llegamos al Hospital número 72 del IMSS, en la Gustavo Baz del Distrito Federal, ya conozco el camino, porque aquí mismo lo traigo a sus revisiones, donde lo reciben siempre de buen humor y con bromas. Ahora, en Urgencias, el diagnóstico es Neumonía y lo tienen que internar, por lo menos durante 10 días. Me preocupa que sus 83 años representen una carga extra para esta enfermedad. Espero que amanezca para avisarle a la familia.

Mientras internan a mi esposo y programan su tratamiento nos instruyen en las reglas de estancia, una de ellas es que algún familiar debe acompañar al enfermo las 24 horas. Miro alrededor y sólo hay sillas duras en mal estado donde tendré que acomodarme para pasar el día, y la noche. Veo que algunos por ahí ya saben de lo que se trata esto y han traído cobijas, almohadas y bolsas que están bien acomodadas por ahí. Las enfermeras y otros ayudantexs se concentran en tareas diversas, yo busco una silla para esperar.

Después de varias horas, todavía no me dan noticias sobre el estado de mi esposo, confío en que le estarán haciendo los estudios que necesita y luego darán la medicina. Alguien me dice desde lejos que tengo que ir a Trabajo Social y me dirijo a cumplir, no tengo nada con qué apartar mi silla y espero encontrarla libre al regresar. Lo que tengo que hacer en Trabajo Social es dar otra ver todos los datos de mi esposo, como si no estuvieran en alguna parte de sus archivos, después de tantos años que tiene viniendo a este Hospital. Me tardo más de lo que imaginé que iba a tardar en un repaso de fechas y descripciones de su estado de salud. Cuando regreso empiezo a sentir otra vez el dolor de cabeza que me recuerda a veces que algo ha andado mal, seguramente porque no dormí nada por la noche. En la sala de espera ya no está libre mi silla y una enfermera, que todos llaman Silvia, me ve llegar y se acerca a sermonearme largamente por haber dejado solo a mi paciente tanto tiempo, con llamados a la responsabilidad, a la conciencia, con amenazas sobre el riesgo de que mi esposo se pusiera mal y no hubiera a quién avisarle. La enfermera Silvia no espera que yo pueda dar alguna explicación, se da la media vuelta y regresa al módulo. No tengo ganas de seguirla. Me dispongo a buscar mi campamento en esa sala de espera. Como siempre, me inclino a pensar en estas incomodidades como una entrega necesaria en el cuidado de mi esposo, mal haría yo en quejarme, o pedir algún privilegio que distrajera la atención de mi esposo que es quien está realmente enfermo. El dolor de cabeza que siento va en aumento y no traje la pastilla para quitarlo.

La familia se va turnando en sus visitas. Con mi nuera llegan mis pastillas para la cabeza y una canasta con un verdadero bufete para comer, tenía que ser mujer mi nuera. Conforme avanza el día, las visitas familiares, mías y de los demás, se van espaciando y al final quedamos otra vez los mismos en esta eterna sala. Me siento en una selva donde nadie tengo que sobrevivir. Quisiera juntar dos sillas para poder recostarme, pero a la vista no veo más que la mía. Una señora, pariente de alguien enfermo también, me dice que en el pasillo rumbo a los baños hay sillas arrumbadas y voy por una, así me invento una cama y me acuerdo de la mía, cómoda y calientita pero muy lejana.

No puedo dormir, no sólo por la dureza de la improvisada cama sino porque en algún momento de la noche me viene con fuerza el miedo de lo que ha pasado, de lo que pudiera pasar si mi esposo, mi amigo, mi compañero, se pudiera… y sin poder decir ni pensar en ello, la noche se eterniza.

El tiempo y los días pasan lentamente, voy armando mi casa de campaña y ya tengo pequeñas colchonetas para suavizar las noches y las sillas con las que hice mi cama particular.

Una mañana la misma enfermera Silvia me informa a gritos en la sala, que ya es mi casa, que debo tener ropa para mi enfermo porque en cualquier momento lo dan de alta. Me voy corriendo a mi casa a escoger la ropa preferida, la más cómoda de mi marido y cuando regreso con mi maleta me frenan otra vez en la entrada, porque es regla inviolable que no se pueden pasar bultos ni maletas de ningún tamaño a los cubículos. Tengo que dejarla ahí, con un encargado de la estricta y absurda vigilancia. Vestido sólo con la camiseta y pants que pude pasar, dieron de alta a mi esposo, quince días después de que llegó con fiebre, y nos hacen esperar por la ambulancia que lo llevará a su casa. Mientras, le aviso al cuidador que voy a sacar cita con el Neumólogo, como me sugirió el doctor y a comer algo, pero me advierten que no puedo separarme porque si llegan los camilleros y el chofer de la ambulancia, nos dejan y tengo que volver a esperar. Así estuve con mi esposo, ya en alta, en la ambulancia, seis largas horas sin sacar la cita y sin comer.

Cuando llego a casa con mi esposo sano recuerdo mi paseo de quince días por el hospital del Seguro Social como un mal sueño. Pero ya estoy en mi deliciosa cama otra vez.


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