Rodrigo Medina
La Jornada Maya

22 de julio, 2015

Para los niños de la calle 5 A de Pensiones era Guty Cárdenas. Y era verdad para ellos porque por supuesto no conocían al ruiseñor yucateco. Y poco importaba que lo fuera. Además, poco importaba también que el vagabundo inventara todo aquello que salía de su desdentada boca. Como que, por ejemplo, hubiera trabajado como personal de seguridad en un bar, conocido a Ultiminio Ramos y tirado al piso al campeón de Matanzas de un derechazo. “De un golpe tumbé al negro. Y es que yo estaba más pedo que él”, terminaba diciendo. Renán, Licho o Azael siempre lo abordaban cuando lo veían pasar. ¡Guty!, le gritaban. “Qué es –respondía él–, ¿me van a dar una monedita?” Pocas veces le estiraban un peso, pero pronto se le olvidaba. “Conocí a una judía en Polanco, bien buena. Le hice un trabajo de plomería y cuando fui a recibir mi paga estaba en la cama…”. “Y qué hiciste Guty”, le cuestionaban los chamacos entre risas. “Pues qué más…” 

Diferente era que pasara por la calle 5 B. Ahí La Churra o Jimmy o Álvaro, le darían frijoles rancios o con detergente. O le quitaban el sombrero de palma roído que a veces se ponía. “Alcánzalo y te lo devuelvo”, le decía Jimmy, jugador de basket, con el brazo estirado y el sombrero en el aire. Nunca pasaba por allí. En La Palma, bar de la colonia, era el único lugar donde lo dejaban estar y decir lo que fuera. A Gonzalo, el dueño, le agradaba que el menesteroso dijera ser Guty Cárdenas. Hablaba al menos de su buen gusto musical. Entonces Chalo sacaba una moneda de cinco y ponía en la rocola las canciones: Nunca, Golondrina viajera o Peregrino de amor, su favorita. El vagabundo, menudo y contagiado, comenzaba a susurrar: “Peregrino de amor, vagaba triste, por sendas oscuras y de abrojos, una gloria buscaba, sé que existe…” De vez en cuando rompía en un lento y silencioso llanto que solía terminar en ataques de cólera.

Cayó fulminado, vomitó sangre y tembló, pero como pudo se recostó de lado para no ahogarse. Se quedó dormido en la banqueta mientras el rocío de la mañana lo cubría como una fresca sábana. Doña Amparo, quien siempre le ofrecía un caldo o al menos un vaso con agua, llamó a una ambulancia. Cuando despertó en un catre del O´Horán lo primero que hizo fue arrancarse el catéter de la muñeca. Ya estoy bien coño, ya estoy bien. Sus piernas no respondían, con trabajo movía los dedos de los pies. A los pocos días se resignó a escuchar la súplica de los cristianos que le reprendían su falta de fe, de misión, su cruento egoísmo.

Cuando Licho, Renán y Azael volvieron a verlo, no los reconoció. Pasó de largo el grito: “¡Guty! ¡Guty!” Enfiló rumbo al cuartito que ocupaba y lo limpió todo. Tiró la basura, barrió, arrancó las malas yerbas del patio y derramó el agua encharcada donde crecían las larvas de mosquito. Nomás no pintó las paredes de blanco porque no tenía ni un peso. Desde ese día asistió a sus reuniones del grupo Pescadores. Y contó sus excesos, comió galletas y tomó café. Nadie más le llamó por su antiguo nombre. Así estuvo unos meses hasta que se dejó morir. En su cuarto colgaba la foto de su familia: su esposa y sus dos niños, a quienes jamás encontraron bajo los escombros de su departamento en la colonia Roma cuando ocurrió el terrible temblor en la ciudad de México. 

Recordó el día en que en una cantina decidió cambiarse de nombre. Inventarse cosas para atenuar el dolor. “Cuéntanos cómo le ganaste al Ultiminio”, le pidió Licho, el más chico de los chamacos. “Es que se quiso pasar de listo. Me insultó y no quería pagar. Y estaba forrado el negro. Yo le dije: no vuelvas a decirme eso... Y como estaba bien pedo pues se me fue a los golpes, pero me defendí bien, me tiró un jab y no me alcanzó, luego quiso intentar un gancho y nada. Después abanicó con un derechazo y respondí. Lo tiré de un madrazo porque me dijo que yo no era Guty Cárdenas, porque me dijo que ese tipo ya estaba muerto, porque me dijo que yo era un simple cadenero y un farsante. Y seré cochino, pobre y sucio, pero jamás un farsante”.


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