La Jornada Maya
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán


Con la armadura caída llegó a esa nueva ciudad, donde se presumía que habitaba una vieja enemiga. Llegaría a pelear al calor de otras tierras y de calor no había quien le dijera nada pues en la Blanca Mérida, las muñecas de las mujeres no paraban de abanicar por las tardes y por las noches perfeccionaban sobre piel sus habilidades de marquesas para los bochornos del día siguiente.

Cierto es que al llegar, se encontró con el golpe agresivo de la sequedad, la del viento, la de las miradas y la amplitud interminable de las avenidas y las plazas. Todo en aquella ciudad resultaba ajeno y de horizontes que se levantaban en inmensas montañas, tan diferentes a aquellos peninsulares de profundidades que se eternizan; ese contraste le resultó fascinante, -digno escenario de futuras batallas-, pensó.

Después de un taxi y unos cuantos museos, caminó la ciudad, algunos callejones breves y muchas calles amplias que obligaban a dejar el ritmo digno de lado y correr a paso largo al capricho del verde de los semáforos; pese a que el sol ardía en la piel, era importante conocer el territorio, familiarizarse con los espacios, entender el orden de los levantamientos y la relación geográfica de la ciudad con la violencia; no estaba ya habituado a ese tipo de violencia sino a la agresividad parsimoniosa de su blanca ciudad. Él, de sobra sabía que el enemigo no era fácil y en su búsqueda, había que estar a la altura.

El entusiasmo no duró mucho, comenzó a mermar tras varias horas de caminata, la piel le ardía, los pies le dolían y la armadura se había vuelto insoportable, era preciso aligerar el peso. Entró al primer bar que encontró en alguna calle con nombre de emperador prehispánico. El lugar era lo que se conoce como un restaurant-bar familiar, con esas mesas redondas, ocupadas especialmente por oficinistas que tienen uniforme rotulado y miran el fútbol entre bocados, cervezas y uno que otro comentario. Caminando a paso aletargado avanzó buscando un lugar para sentarse cuando escuchó una regia voz de mujer :

- ¿Ocupas una mesa?, puedes compartirla conmigo.

No tuvo la fuerza para responder ni para completar la sonrisa, pero se sentó frente a ella. No tardó mucho en darse cuenta que era la Sultana, su legendaria enemiga y sin embargo no hizo nada pues se sentía torpe, sabía que debía declararle la guerra en algún momento pero había perdido la práctica, hacía muchas mentiras que había peleado la última batalla y la había perdido. Ella, en cambio, hablaba largamente y con un tono reflexivo:

- No eres de aquí. Se te nota en la fatiga y los pies sucios. Aquí la gente se ve fatigada de la vida pero no del calor. Aquí el clima y la naturaleza se volvieron lo más suave que tenemos, lo más dulce, como te puedes imaginar. Ellos son los que nos asustan, son los que agreden, la naturaleza en cambio hasta parece protegernos, las montañas, por ejemplo, dan una sensación de seguridad, como si al correr mucho pudiéramos escondernos tras ellas y cubrirnos de este cáos violento que nos ha caído encima. Pero tú, tienes los labios partidos porque no toleras nuestro calor, a ti nuestra naturaleza te agrede, no te acaricia ni te consuela… te digo, tú no eres de aquí.

Se tomaron a distintos ritmos varias cervezas, él la escuchaba en sus largos monólogos y se limitaba a hacerle preguntas. Hablaba lo menos posible pues al paso de las horas su original empresa perdía sentido, sus principios de cristiano legendario le iban pareciendo irreales cuando no hipócritas. Así la escuchaba y la conocía a ella, a todos en voz de ella mientras se ponía el sol. Entonces anocheció y caminaron de regreso a las calles que llevan a museos y bellas plazas, ella le contaba la historia de los lugares por los que pasaban, pero no como fría cronista de ciudad sino como esas breves historias personales que a todos importan pero nadie admite por no reconocerse apasionados voyeuristas sentimentales de lo cotidiano.

- Mira, aquí, en esa casa verde, vivió mi abuela hace muchos años. Ella me enseñó a cocinar y yo lo odiaba. Ahora no cocino pero cuando he tenido que hacerlo me encanta reconocerla en los sabores de mis guisos. Ah y a dos cuadras de aquí hacia la Plaza vivía un amigo, a él lo mataron en este barrio hace dos años, a él y a varios amigos más, pero de ellos ya no recuerdo sus caras.

- ¿Y este canal, cómo se llama?

Había un encanto en la mezcla honesta del dolor y lo cotidiano en las historias que ella contaba. No había honor que rescatar ni batalla que emprender ya.

- También tengo un Santa Lucía en mi ciudad. Es un parque, ahí no hay agua pero hay música y la gente baila.
- ¿Es linda tu ciudad?
- Sí, es linda. Se escucha siempre que es muy tranquila y es verdad. Ahí no hay balas que maten a la gente, pero el precio moral de esa tranquilidad es muy alto, es lo que nos termina matando a todos y ésa sí que es una muerte dolorosa que se prolonga desde la vida. Ahí ellos no tienen la mano dura pero la tienen pesada y eterna.

Caminaron más, pero no mucho por los parques; ahí el ritmo de la noche se tenía que alejar de las calles que se empedraban solo al paso de los mismos hombres armados, aunque esa madrugada él entregó en la cama la armadura o lo que de ella quedaba. A las primeras horas de la mañana se despidió sin muchas ganas y se fue camino al aeropuerto. Le costó trabajo subirse al avión pues ya le dolía un nuevo recuerdo. Durmió todo el vuelo, se soñó en alguna parte caminando bajo otros soles, con la armadura más ligera y los labios menos rotos, sin la carga de los viejos crepúsculos sentimentales que se niegan a morir.

El avión aterrizó, lo despertó la metálica voz del piloto diciendo “Bienvenidos al aeropuerto de la ciudad de Mérida”, abrió los ojos para mirar por la ventana esperando que solo fuese un sueño aburrido de esos que se repiten rutinariamente una vez a la semana (sabía que incluso aspirar a una pesadilla era demasiado); sin embargo, la planicie lo confirmó, había llegado a su ciudad, a caminar por sus calles, a saludar a sus habitantes que siempre son los mismos.

Caminó para recoger su armadura que no pasó como equipaje de mano, se la entregaron en pedazos, no se tomó la molestia de reclamar, se la acomodó como pudo y se encaminó a la salida del aeropuerto listo para emprender su cotidiano viaje ejerciendo el viejo arte de la sonrisa estudiada y ofreciendo a otros sus calores húmedos sobre la nobleza de sus calles sin balas, legado suyo y de sus antepasados que heredaron a la ciudad el peso de la inercia de las decisiones y la parsimoniosa blancura de la voluntad de sus habitantes.


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