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Gloria Serrano
La Jornada Maya

17 de mayo, 2015

Dos poblados ficus ocultan la pequeña entrada que bien puede pasar inadvertida por elemental y austera. Solo la sencilla placa con el nombre del negocio, fijada al muro, insinúa su existencia y la rescata del anonimato. El interior tampoco promete demasiado: una silla, un escritorio, a la izquierda un reducido cubículo y al frente una puerta abierta, tan estimulante como un hoyo negro, por la que asoma la galaxia Gutenberg, la irremplazable cultura escrita e impresa. Aquí todo es papel, tinta y letras. No hay nada más que papel, tinta y letras. Papel couche, papel bond, papel opalina, papel revolución, papel reciclado. Letras en papel, papel y letras pasados por una prensa o grabados en acero o estampados en serigrafía o entintados o encuadernados o envueltos. Este es un arte así de repetitivo y así de milenario.

Podría ser cualquier otra, podría llamarse de cualquier manera, pero es la Imprenta Manlio y de aquí en adelante, es indispensable no olvidarlo. El señor Gabriel Herrera Canto, su propietario, es de momento un hombre común, un yucateco sonriente y dispuesto que se dedica a sus asuntos. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, a veces, cuando la conversación abraza a dos personas, sucede el prodigio del encuentro, tal como ocurrió en esta ocasión. Con las mismas ansias y cautela del que custodia el Santo Grial y aguarda la llegada de los caballeros del Rey Arturo; con la misma mirada inquieta de quien posee el mapa con esa negra y grande X, señalando la ubicación exacta donde se encuentra enterrado el cofre del tesoro; con los ojos cargados de eso que se llama orgullo, Don Gabriel comienza poco a poco a develar el misterio y a hablar de un auténtico acto de amor.

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A tres generaciones ha pertenecido esta imprenta. Primero fue su padre, luego él mismo y ahora su hijo se ha integrado al trabajo de transformar las ideas en letra impresa. Un potente golpe de pasión y el intenso deseo de hacer de la historia de sus padres, ya fallecidos, una presencia viva, llevaron a este hombre a crear un bellísimo espacio, único en su tipo, que es fiel testigo de la transformación que han experimentado los procesos de impresión a lo largo de los últimos dos siglos. Don Gabriel avanza, junto con sus recuerdos, hacia el interior del taller que está en plena actividad. Los prensistas operan sus máquinas, otros colaboradores intercalan el original y la copia de ciertos formatos y otros más, se encuentran haciendo lo propio en el área de terminados o refinando con guillotina los pliegos de papel en blanco que más adelante darán vida a un texto. El inconfundible y profundo olor a tinta impregna todo el lugar. También el inconfundible y profundo sentimiento de su propietario.

Al fondo, antes de topar con pared, el camino se bifurca. Don Gabriel dobla hacia la izquierda, sigue avanzando en su afán por no olvidar y llega a un reducido pero limpio y bien cuidado jardín, antesala del secreto mejor guardado. Justo ahí se detiene para nombrar a los suyos, para explicar a quien lo escucha que las cosas no se hacen solo porque sí, por ocurrencia o por tiempo libre de sobra. A estas alturas, su testimonio resulta tanto o más valioso que lo que está a punto de mostrar. De hecho, no se requiere tener unos anteojos enormes para darse cuenta de las fuertes convicciones de este hombre para concebir y hacer realidad el Museo de la Imprenta “Manlio Herrera Moo”, su batalla personal porque la memoria no se llene de herrumbre y su homenaje a las artes gráficas, pero sobre todo a las enseñanzas de su padre, Don Manlio, quien le transmitió esos saberes que ahora lo definen no como impresor, sino como ser humano.

Al entrar a este museo la evocación amodorrada que segregan las cosas se descubre ante nuestra mirada. Son las pesadas y firmes prensas que ahí permanecen, tan cerca y tan lejos de todo, inmóviles, silentes e impecables, esperando ser puestas de nuevo en marcha. ¿Exactamente de qué estoy hablando? Pues nada más que de una prensa Washington Press R Hoe & Co., de impresión para tipografía fabricada entre 1835 y 1849, cuya producción total constó de 6000 piezas y una de ellas se encuentra aquí. Una prensa para encuadernación de libros de 1850 con bancada de roble francés y una para grabado en seco o al bajo relieve diseñada entre 1850 y 1870, ambas alemanas, marca Karl Krause Leipzing. Una colección de prensas para encuadernación fabricadas entre 1880 y 1900. Una prensa manual Sigwalt de 1900 y dos más para tipografía, marca Chandler & Price también de principios del siglo XX.

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Me refiero a una prensa manual marca Craftsmen modelo Imperial de alrededor de 1950. A todo un conjunto de capitulares y remates de acero para tipografía. A una colección de tipos móviles de madera en diversos tamaños, a una guillotina manual, a un marco o rama de acero para tipografía y otros tantos objetos y mecanismos. Todas las máquinas cuidadosamente restauradas, todo en perfecto estado para funcionar si se requiere. Pero hay algo más, y cuando digo algo más quiero decir lo medular, lo que en realidad habita este sitio: es la devoción a los aromas de infancia, a la música de juventud, a la ropa guardada en los armarios, a los muebles y adornos de casa, a la tradicional comida de los domingos, a las horas laborales, a cada una de las escenas que padres e hijos construyen día tras día y que no volverán. Es el culto a una época que no regresará porque la vida no es reversible y solo la salva nuestra memoria.

Para Gabriel Herrera Canto este museo guarda amor. Amor de madera, de metal, de papel. Amor disfrazado de imprenta. Amor macizo, indeformable, atemporal. Inconfundible amor en sepia, plasmado en el retrato de bodas de Manlio Herrera Moo y María Olga Canto y Mena. Después de ver, tocar, olfatear y escuchar el relato, no es de extrañar el destello de entusiasmo en los ojos de Don Gabriel ni la emoción contenida en cada una de sus palabras. Él sabe de dónde viene y tiene muy claro hacia dónde van sus pasos. Si esto no fuera suficiente, su generosidad todavía alcanza para robarle un par de minutos al reloj y decir: “todos tenemos dentro algo bueno que compartir”. Esa es la razón de ser de este museo. También de esta columna, en La Jornada Maya.


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