Por: Gloria Serrano
La Jornada Maya
9 de mayo, 2015
¿Un modelo de desarrollo urbano?, ¿la revitalización de espacios vetustos dejados al abandono?, ¿una forma de tapar la miseria y la desigualdad?, ¿la hipsterización de la economía?
¿Cómo se modifica el entorno con el flujo por goteo de nuevos habitantes a un barrio o una ciudad?, ¿por qué ha sido necesaria su llegada para que las calles estén limpias y bien pavimentadas?
Estas y otras preguntas son las que se hacen reconocidos urbanistas de vanguardia, rigurosos académicos e intelectuales de pura cepa en ciudades tan disímiles como Nueva York y Mérida, la de Yucatán. Mientras eso sucede, el profesor Renán acude puntualmente a su trabajo como propietario de la panadería La Harinera, la que fundó su abuelo y en la que aprendió el oficio -orgullosamente lo dice- apenas contando cuatro años de edad. “Empezó aquí cerca, con una mesa afuera de una cantina. Luego nos cambiamos a dos cuadras y luego más cerca. En esta esquina tenemos casi 40 años”, afirma el testigo que por medio siglo ha visto la transformación del barrio santanero en el que ahora viven extranjeros provenientes de los Estados Unidos y Canadá, algunos más de Europa y unos cuantos connacionales que dejaron sus ciudades de origen en busca de seguridad y una mejor calidad de vida.
“Todo está hecho a mano. Por lo general hacemos entre 400 y 500 barras de francés en cada turno, más el biscocho”, comenta el profesor Renán a uno de sus asiduos clientes y, valiéndose de la espontaneidad del momento, aprovecha para satisfacer su curiosidad y averiguar si es italiano. Alto, delgado, de tez blanca, cabello negro ondulado y con cierto acento español, este nuevo residente le aclara que es mexicano, uno más de los que se aventuraron a reescribir su biografía en otro sitio y con otra gente. “A usted le gusta esto del pan, ¿verdad?”, pregunta don Renán a su interlocutor, intentando descubrir por qué este hombre muestra tanto interés en su elaboración y con frecuencia, apunta la mirada hacia el área en la que se encuentran los hornos y las mesas donde se lleva a cabo el proceso de panificación. El mexicano con porte de ragazzo despeja pronto la duda: aunque profesionalmente se dedica al diseño gráfico, uno de sus grandes placeres es hornear pan artesanal tipo europeo.
¡También es panadero! Lo único que ambos necesitaban saber para eliminar de tajo la barrera que con frecuencia se interpone entre lo propio y lo extraño. Ninguno menosprecia el encuentro; por el contrario, ahora ambos intercambian saberes, cada uno explica la técnica que utiliza y este agente involuntario de la gentrificación, con porte de ragazzo, se anima a tomar su teléfono móvil para mostrar al colega Renán algunas de las fotografías del pan que elabora. Las pupilas del profesor se dilatan y lo delatan. Su asombro es mayor al ver que en un clima cálido subhúmedo sea posible elaborar un pan estilo provenzal o una chapata, tan distintos de los cocotazos, yoyos, panes para perro (hotdog), tutis, hojaldrados, rosquillas, bolitas de queso, saramuyos, batidos, polvorones, patitas, bizcotelas, trenzados y sagus, que él a diario prepara siguiendo la receta original que le enseñó su abuelo y perfeccionó con su padre.
“Cuando quiera dese una vuelta para ver cómo hacemos el pan. Si quiere ver el biscocho, véngase bien temprano o por la noche, cuando sacamos francés, bolillo y telera”, le insiste entusiasmado el profesor Renán al panadero con porte de ragazzo, que recibe la propuesta visiblemente conmovido y ajeno a la complejidad de las azarosas historias y las relaciones que estimula el curso de la gentrificación en otros tantos lugares alrededor del mundo, como el barrio londinense de Hoxton o el distrito chino de Milán.
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