Rodrigo Medina Montero*
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

9 de mayo, 2015


Iba con mis padres desde que tengo memoria. A temprana hora el lugar ya estaba hasta el tope. Me llamaban la atención los círculos de colores armoniosos en la pared: café crema, naranja, verde, azul claro. Pero sobre todo el mesero, el cual parecía repetir la misma expresión.

Al acercársenos llamaba a mis padres por su nombre. Mientras nos decidíamos a pedir, él permanecía al lado de nuestra mesa, con las manos a la espalda. Tomaba la orden y se daba la vuelta. Cuando mi madre ordenaba huevos motuleños, él ya sabía de antemano que la salsa no debía ser picante. Al pedir mi padre carne asada, nunca le llevó el pan sin antes calentárselo. Así también, jamás sirvió el café antes de la comida.

Por una o por otra dejamos de ir. Pasó mucho tiempo. Llegó el día cuando estudiaba en la universidad (el centro me quedaba de paso) en que dejé de asistir a clases. Me parecía todo tan anodino. Cuando me refiero a todo es todo: hogar, familia, amigos, deberes, futuro, etc. En vez de ir a la facultad (a estas alturas no importa cuál) caminaba sin rumbo por las calles. Evadía todo, las cosas pasaban tan rápido, escurriendo de mis manos.

Eran como las doce del día. Me senté en una de las mesas pegadas a la pared. Vi el mural en blanco y negro en el que había tres personajes susurrando. En cosa de quince minutos el lugar estaba vacío. El mesero se acercó preguntando qué deseaba ordenar. Luego agregó: ¿Tú eres Rodrigo? Sí, respondí, ¿y usted? José Luis, ¿quieres agua? preguntó. Contesté que sí, porque en efecto me estaba muriendo de sed. Empecé a sentirme cómodo, era el único cliente.

Comencé a ir allí todos los días en vez de a la universidad. Cosa que a muchos les parecerá una idiotez. Para mí fue lo más sensato que pude haber hecho. Leía, pensaba, unas que otras veces escribía, pero la mayor parte del tiempo lo que hacía era estar. Permanecer ahí.

Pasaron semanas. Al llegar, José Luis me servía primero que nada, un vaso con agua. Luego café. A veces ni siquiera tenía que decirle palabra. Tomaba asiento, me disponía a hacer mis cosas cuando José Luis llegaba con un café. No lo escuché hablar largo y tendido con los demás meseros. Uno que otro tema referente al trabajo. Eso me hacía especular mil y una cosas sobre él. Pero jamás le pregunté nada.

Me sabía su rutina: a partir de la una, cuando el lugar estaba desierto, realizaba el quehacer, doblaba servilletas, contaba monedas, rellenaba tarros de azúcar o comía (siempre en la mesa de al fondo, cerca de la ventanilla donde se despachan las comandas). Cuando terminaba, se quedaba mirando por varios minutos a través del amplio ventanal con vista a la calle: los coches, la gente, todo bajo el azar frenético, mientras el sol descendía para iluminarnos con su brillo naranja.

Siendo un niño nunca tomé en cuenta detalles tan sencillos. Es con el tiempo que van cobrando importancia. José Luis conocía a fondo el detalle del trato, de la refinación, de la mesura, del silencio. Los llevaba a cabo con cada uno de los clientes asiduos de la Pop. Algunos hasta lo llamaban tío.

Un hombre harapiento llegó a cierta hora de la tarde. No entró. Puso las manos en el cristal y acercó el rostro como para ver en el interior del lugar. Era un día caluroso de Mayo. José Luis salió a darle una moneda, y un vaso con agua. El hombre empezó a ir diario de tal modo que José Luis le colocó una mesita donde le dejaba el vaso con agua, y también un banco.

Así pasaron dos años. Algunos días José Luis estaba por las mañanas, otros por las tardes. Siempre le dejaba una propina generosa. Él se despedía de mí dándome la mano, llamándome por mi nombre. Nos vemos Rodrigo, me decía, mirándome con sus ojos quietos, sus ojeras abultadas. Su pelo cano, su uniforme blanco. Lo veía irse lento y calmado, caminando, mientras sujetaba una bolsa de plástico.

En una de esas llegaron los medios a entrevistarle. Te voy a regalar un café, me dijo, tengo que hacer como si estuviera mesereando. Perfecto, agregué. Se les hacía inaudito que un hombre siguiera trabajando en el mismo lugar por 43 años. Prácticamente desde que el sitio abrió. ¿Por qué sigue trabajando aquí?, ¿No desea jubilarse? Le cuestionaba la entrevistadora que conducía el programa de noticias locales. No. Aquí me gusta estar. Me siento bien atendiendo a la gente. Respondía. Más de uno se fue turbado al entrevistarle. Es ilógico, pensaban, que exista alguien tan contento con su trabajo de mesero…

Nunca le pregunté por qué no se iba. Tampoco él cuestionaba nada a nadie. Me limitaba a observarlo. Porque bajo la vasta calma de un hombre permanecen secretos demoledores. Y eran esas tardes, en las que no había clientes, en las que el tiempo parecía detenerse, las que creo, José Luis añoraba quien sabe que tantas cosas. Pero esto es sólo suponer, la verdad es que nunca lo sabré, y ni quiero saberlo. Lo importante es otra cosa.

Recuerdo la vez que un cliente le pidió que fuera por su coche, que estaba en el estacionamiento de enfrente. El dueño no quería cruzar la calle azolada por un aguacero. José Luis se dio a la tarea y cruzó la calle caminando, sin prisa, como si el sol la cubriera. Sin inmutarse por las recias gotas que caían sobre su uniforme, o los truenos que se quebraban brutales en el firmamento. Regresó empapado.

En qué estará pensando, me dije, al contemplarlo mirándose las manos entrelazadas sobre la mesa. Tal vez en nada, repuse. Quizá en todo. Apresuré la taza de café. Luego el vaso con agua. Anochecía. Me acerqué a él. Seguía tan absorto que ni siquiera me vio venir. Me voy José, nos vemos pronto, le dije, extendiéndole la mano. No me escuchó. Repetí lo antes dicho. Subió la mirada. Sus ojos develaban un encuentro interior como si hubiera estado caminando por una vereda que acabara de descubrir muy adentro. Adiós Rodrigo, contestó. Fue lo último que le escuché decir.

*Rodrigo Medina Montero. Joven narrador Yucateco. Ha publicado en la ya extinta columna de Eusebio Ruvalcaba "La furia del pez" del periódico El Financiero. En revistas electrónicas como Cinosargo y Punksroutine. Y en la revista de Playa del Carmen, Cirrosis.


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