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Gloria Serrano
La Jornada Maya

02 de mayo, 2015


Lleva toda la mañana aguardando este momento, que no por repetirse día tras día, deja de ser crucial para ambos. A todos nos ha ocurrido, en ocasiones unos cuantos minutos haciendo fila en el banco o esperando aquél preciso mensaje de whatsapp, pueden parecer interminables. También esta sensación la tiene él, pero quizás con mayor frecuencia. Las horas transcurren lento para un hombre al que ochenta años acompañan su cuerpo y pueblan su rostro de bellos surcos que acentúan cada una de sus expresiones, por mínimas que sean. Aunque su carácter es tímido y reservado, su universo interior es rico y generoso. Por eso la gente lo aprecia y sus vecinos lo saludan; más que por costumbre, por afecto del bueno, de ese que requiere tiempo para fraguar y tornarse consistente. Así es Don Carlos y su digna humanidad, otoñal y parsimoniosa, no obstante los ínfimos recursos económicos con los que subsiste. Diego, en cambio, tiene en su andar el vigor y en la mirada la chispa que da la juventud. Bullicioso e imprudente, en los días de intenso calor se impacienta y se pone a dar vueltas como un disco de vinilo al que le han adelantado las revoluciones, hasta que logra captar la atención de su amigo que con voz serena le habla y logra calmar sus ánimos: Diego, Diego, ¿Qué te pasa, Diego?

Pero hoy es un día fresco y nada de eso ocurre. Si los dos respiran agitados, es porque a lo lejos ya se escucha el agudo tintineo de la campanita que da sentido a sus vidas y que anuncia la llegada de otro camarada, el señor que vende helados, quien inevitablemente hará una parada justo en la vieja puerta de su casa. Lo esperan con la misma inquietud de un niño que se va a la cama deseando que amanezca más temprano de lo habitual, para levantarse y ver los juguetes que le han dejado los Reyes Magos junto a su zapato. Sin embargo, el genuino entusiasmo de todos sus días no hace que ni Don Carlos ni Diego olviden los buenos modales, así que lo primero que hacen al asomar su existencia a la calle es saludar al bien venido, ofreciéndole una gran sonrisa que engrandece el encuentro. Y aunque siempre le compra uno de coco, Don Carlos no omite el ritual de preguntar a Diego de qué sabor quiere su helado.

Verlos juntos es como observar que, de pronto, la sabiduría se convierte en algo asible. Uno le ofrece la seguridad de un modesto hogar al otro y este, se la retorna transformada en contagiosa energía, en un acompañamiento que alivia la dolorosa presión que a veces causan la vejez, la pobreza o el abandono. Lo que a estos dos seres les sucede, es lo mismo que nos pasa a todos, la vida. Pero la de ellos está asentada en el presente y no es de modo alguno digital, sólo es vida, así, llana, y está compuesta de placeres tan ordinarios como el que ahora saborean y disfrutan. Ninguno sabe de redes sociales o de cómo subir un video a YouTube. Sus conocimientos los extraen de lo cotidiano, de las despreocupadas reuniones de la tarde con los que viven cerca, de las breves y calladas pero siempre saludables caminatas por el barrio. Lo suyo, lo realmente suyo, es ver, escuchar, oler, probar y sentir. Los dos, Don Carlos y Diego, responden a los constantes estímulos del entorno, a lo asombroso e impredecible que pueda traer consigo cada amanecer y a lo mismo que apela el cineasta iraní Abbas Kiarostami en el film El sabor de las cerezas (1997). La gran diferencia con la película es que, gracias a Diego, Don Carlos nunca ha sentido la necesidad de salir a buscar a alguien que se comprometa a enterrarlo.





Ahora, cuando el irreverente Žižek señala que “vivimos un solipsismo colectivo: todos conectados pero todos aislados”, es bueno saber que muy probablemente, en algún lugar del globo terráqueo viven otros invaluables personajes como Don Carlos y su noble perro, Diego, que encuentran en las cosas simples el mejor satori y que en lo marginal de una sociedad egocéntrica y capitalista, se las han ingeniado para mantener imperturbable su pequeño paraíso de techos oxidados. Sus vidas son citables porque nos remiten a lo más esencial, aquello que es imprescindible conservar en lo más íntimo del ser para enfrentar las trampas de un mundo con más líneas de telefonía móvil que habitantes, pero en el que, por paradójico que resulte, cada persona desea ocupar tanto espacio, que no deja un hueco libre para que entre alguien más y lo acompañe, se acompañen.

Hay ciertas ocasiones, hoy es una de ellas, que se debe escribir y hablar como canta Rubén Blades, con la emoción apretando por dentro para purgarnos un poco de esa frialdad y soberbia que obnubilan el espíritu, que hacen perdernos unos a otros y que han convertido a México, esta superficie de maíz, de policromías y mirada mestiza, la patria impecable y diamantina de López Velarde, en una suerte de báratro del que no logramos escapar porque tampoco alcanzamos a ver que atrás y delante nuestro hay otros, iguales a nosotros, que pueden ser el puntal necesario para alzar el vuelo rumbo a nuevos horizontes.

Quizás Ingmar Bergman tenga razón y “envejecer es como una larga montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre y la vista más amplia y serena”.


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