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Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Todo lo que se describe en este relato sucedió en realidad. Los nombres son los verdaderos, pero se omiten los apellidos, ya que a pesar de que lo que se narra sucedió hace décadas, las heridas aún están abiertas. Se utiliza un estilo bastardo, con genes del periodismo y de la literatura. Esta es la primera entrega de una serie que aparecerá, hasta su conclusión, en esta misma página los jueves en La Jornada Maya.

Primera Parte

"Un tío es incapaz de matar a una mosca”. En esas palabras, dichas por su padre, pensaba Víctor cuando se dirigía a San Blas. Tenía un poco más de cuarenta años; estaba caso y tenía dos hijos. Era agente médico, y viajaba por toda la república. Su padre ya había fallecido, y fue su madre quien le pidió que fuera a buscar a su hermano, a su tío Polo. Acababa de purgar una larga condena en las Islas Marías.

Víctor llegó al puerto al anochecer. Casado de conducir, encontró un hotel dónde dormir y salió a caminar. Fumaba raleighs, esos cigarros pequeñitos que se acababan en cuestión de segundos. “Tu tío es incapaz de matar a una mosca”. Tenía vagos recuerdos de Polo. Él era aún un niño cuando sucedió la tragedia. Lo recordaba como un hombre alto y fuerte, de pelo negro y ojos azules. Un tipazo. Y con esa imagen se fue a dormir, repitiendo como mantra las palabras de su padre.

Al amanecer, bajó a la recepción del hotel y desayunó. Preguntó a qué hora llegaba el barco de las Islas Marías; al mediodía, le respondieron. Para hacer tiempo, salió a caminar por las calles del puerto.

Se estremeció al ver el intenso movimiento que se registraba ahí. En esa población todo giraba en torno a la cárcel archipiélago; San Blas era un apéndice de esos calabozos cuyos barrotes eran el peligroso, desalmado Pacífico. Las cantinas no cerraban, y las prostitutas trabajaban en turnos, de manera que durante todo el día y toda la noche deambulaban con su tristeza por las calles.

A paso lento, como queriendo detener el tiempo, se fue acercando al atracadero. Ahí vio arremolinarse a una legión de mujeres cuya alegría no lograba esconder su miseria. Son las esposas de los presos, pensó. Y se compadeció de su tío Polo, a quien nadie más que él lo esperaba en medio del chirriante salitre del muelle.

El barco se atrasó. No llegó al mediodía, sino al atardecer. Nadie supo informar las causas, ni la hora exacta del arribo. Eso ancló a Víctor en el muelle. Ahí, sin embargo, encontró una extraña paz. Extraña por todo lo que Polo significaba para él y para su familia. Recordó, con una nitidez con huesos, cuando le informaron a su madre. Tu hermano está detenido, le dijeron. Lo acusan de asesinar a una mujer.

Recordó, entonces Víctor, cómo su madre se convirtió en espectro. Él tenía cuatro o cinco años, y tuvo que correr a su lado para ayudarla a sostener a su hermanita. Al escuchar la noticia, la primera reacción de la mujer fue alejar a la recién nacida, a quien le estaba dando pecho. Se le agrió la leche, confesó años después. Al grado que ya no pudo alimentar a ninguno de sus siguientes doce hijos. Sólo Víctor creció escuchando el latir del corazón de su madre. Sólo él. Y el oleaje se lo recordaba.

El barco atracó al fin. De sus entrañas comenzaron a salir decenas de hombres. Rostros serios, erosionados por el sol y la sal, que esbozaban muecas que parecían sonrisas al ver a las mujeres que los recibían. Un desfile de hombres de brazos tatuados, escurridizos, como pescados secos, que no encontraban diferencia entre el cautiverio y la libertad. Algunos lloraban. Otros simplemente asentían, tomaban de la mano a sus mujeres y se marchaban sin mirar atrás, a tierra firme, lejos de ese mar que los alejaba de la vida.

Víctor no sabía a quién iba a recibir. Era consciente que aquel hombre alto y fuerte, de pelo negro y ojos azules ya había muerto, que era otro el que iba a salir de las islas. Y así fue. Un espectro pasó enfrente de él, a la deriva ya el puerto. Con la mirada perdida, caminaba hacia donde los demás caminaba. Víctor, no se sabe cómo, lo reconoció y lo tomó del brazo. “Polo”, le dijo. “Sí, soy yo”, respondió el desconocido. “Soy Víctor. Tu sobrino. El hijo mayor de tu hermana Elda”, añadió. “¿Quién?”.

El sobrino lo alejó de ese mísero rebaño y lo llevó a cenar a un puesto. Polo comió poco y habló menos. Sus ojos habían perdido toda señal de vida; eran totalmente opacos, de un gris extraño. A la segunda empanada, Polo preguntó: “¿Cómo está Elda?”. “Muy bien. Te extraña y ya quiere verte”, le respondió Víctor. El recién liberado tomó de un trago el refresco y le preguntó a su sobrino si podía pedir otro. “Y una empanada más”. Al comer ésta, Víctor se percató de que su tío sólo tenía un diente. Ya se había percatado del temblor de sus manos y de su pierna izquierda. Que su cabeza tenía zonas en las que no le crecía el pelo. Polo, al salir de la cárcel, tenía cincuenta y nueve años, pero parecía de más de ochenta, la edad que actualmente tiene su sobrino Víctor, una de las fuentes de esta historia.

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Jueves 7 de julio, 2016


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