Paul Antoine Matos (Enviado)
Fotos: Rodrigo Guzmán Díaz
La Jornada Maya

Dzilam de Bravo, Yucatán
Lunes 20 de junio, 2016

Son hombres valientes que arriesgan hasta su vida entrando a un mundo desconocido, lleno de seres extraños formados por ocho patas y tres corazones, o con siete brazos, o algunos que al morir se desintegran a sí mismos. No son astronautas en búsqueda de alienígenas, son buzos.

Durante los 10 días que duró la temporada de captura de pepino de mar, cientos de buzos se adentraron en las aguas saladas en busca del equinodermo, un animal de forma alargada, lleno de lunares y con protuberancias alrededor, que se posa en el fondo.

“El fondo del mar es como estar en la luna”, comparó, por la rareza de entornos, Raúl Mayo Naal, un ex buzo que zarpó el jueves con sus dos hijos, Joel y Raúl, así como su sobrino Gustavo, en la lancha María Fernanda. El motivo es claro: durante la temporada, el equinodermo se cotizó en 120 pesos el kilogramo. Posteriormente se exportará al mercado asiático donde China, el principal comprador, dependiendo del proceso de conservación, lo compra a un precio que ronda los mil pesos por kilogramo.

A las seis de la mañana, los cuatro salieron del puerto de abrigo de Dzilam de Bravo hacia el mar. Otras embarcaciones hacen lo mismo, algunas estarán dos días en alta mar.

La familia recorre 40 kilómetros hacia el oriente de Yucatán mientras el sol aparece en el horizonte, levantándose para iluminar la península. Después, la ruta de navegación cambia hacia el norte, son 20 kilómetros más.

El mar rodea a María Fernanda. Sin una línea en el horizonte, el mar y el cielo, ambos azules, se unen en el infinito. En cualquiera de los 360 grados que se observe la imagen será la misma; aguas tranquilas que conducen a la nada y una que otra embarcación, a lo lejos, que también se prepara para la captura.

Con una botella de Coca Cola vacía, los hermanos y el primo pasan gasolina de un bidón al tanque del motor, que da vida a un compresor de aire soldado a un tanque de almacenamiento de oxígeno, que se asemeja demasiado a un barril de cerveza. El aroma del combustible se esparce por la lancha.

[i]Tru, tru, tru, tru, tru[/i]. Un sonido hipnótico, monótono, metálico. El silencio que recubre el mar es roto por un ruido industrial. Es el motor del compresor que se enciende; recuerda al redoble de los tambores, antes de una batalla; a un automóvil de carreras que arranca para alcanzar el primer puesto y a una fábrica del siglo XIX. Entonces el primer buzo se sumerge.

Los minutos pasan. Cada segundo es una vida en la eternidad. A excepción del traqueteo del compresor, no se escucha nada más. El sol ya alcanza una altura adecuada para iluminar con gran fuerza el mar, aunque el viento y la humedad permiten que se resista el calor. La protección de los rayos del astro consiste en una gorra, un pañuelo que recubre la cara y una camisa de manga larga.

El padre y Joel toman en sus manos la manguera que lleva oxígeno hacia los dos buzos. Un jalón significa que la lancha debe moverse; otro significa que el lugar es idóneo para encontrar el pepino de mar.
En las profundidades, a nueve brazas (15 metros), ese ambiente que es comparado con la luna, el buzo observa un espectáculo exótico: los peces conviven con pulpos, caracoles, estrellas de mar. Está lleno de montículos y piedras; el paisaje es colorido y lleno de vida. Desde la lancha se observa borrosamente el fondo marino, pero el agua es tan clara que es visible.

Una burbuja emerge a decenas de metros de la lancha. El primer buzo sale al aire y carga una bolsa repleta del equinodermo. Dos pulpos, con sus ocho tentáculos llenos de ventosas y de apariencia extraterrestre, y un caracol, tan pequeño que la palma de la mano queda enorme, pero con la belleza que le otorga la proporción áurea, se cuelan entre el botín.

El pepino de mar y los polizontes son pasados de la bolsa a una cubeta con agua salada. El buzo retorna al fondo del océano. Joel inicia el siguiente paso.

Entra cuchillo, salen las tripas; entra cuchillo salen las tripas. El ritual de destripado continúa. Cada uno de los equinodermos es dejado sin entrañas y colocado en un cajón con hielo, para evitar su descomposición.

El mismo proceso se repite. Uno se sumerge, la espera, la salida y el destripado. Dos, tres, cuatro veces sucede.

Para aguantar la espera, en otras embarcaciones algunos kilómetros alejados, fuman mariguana. Mientras el buzo está sumergido, quien esté arriba prepara un caldo de mariscos y moluscos; puede ser con pulpo, con caracol o lo que se encuentre durante la jornada. Con ese platillo exquisito se recibe a los nadadores, para que el bajón de la mota pase mejor.

Durante las esperas, don Raúl comenta que antes era buzo, pero tras sufrir tres descompresiones dejó de serlo. En la última estuvo muy cerca de la muerte. Sus pies remojados en el mar es lo más cerca que estará de regresar a esa luna profunda.

Desde los 12 años, hoy tiene 43, ha sido pescador. Vive en Mérida, trabajó en la antigua Cervecería Yucateca, pero su pasión está en el mar. No sólo acude a Dzilam de Bravo durante la temporada del pepino de mar, también pesca langosta, pulpos, mero; todo lo que sea posible. También tiene un proyecto turístico: tener la cooperativa Caracol de la Abundancia, en Celestún.

Aunque la calma y la paz se adueñan del ambiente, aún se siente la tensión de la descomposición social en la costa yucateca. Siente que varias personas de otros lugares han acudido para capturar el pepino de mar, lo que ha provocado brotes de inseguridad, como el asalto de una noche atrás. Él fue de los primeros pescadores en sumergirse por el animal.

Recuerda que cuando inició la captura del pepino de mar, hace más de seis años, lograban obtener varios cientos de kilos diarios, aunque lo vendían a un precio de 15 pesos por kilo. Ahora, ante la devastación de la población del animal, causado por los furtivos, el equinodermo se vende a 120 pesos, pero apenas se logran superar los 100 kilogramos diarios.

La plática se rompe porque a lo lejos se avista una presencia extraña que avanza hacia la lancha. Todos guardan un forzoso silencio.

Varias aletas asoman en la superficie. Son delfines, ofreciendo su gratuito espectáculo marino. Los mamíferos acuáticos nadan y se muestran a los testigos, uno de ellos buceando y con una posición privilegiada para la interpretación de los ocho seres. Por varios minutos pasan alrededor de la embarcación; por su inteligencia parecieran saber que tienen un público que apreciará su actuación.

El último buzo emerge. Se recorren los mismos 60 kilómetros para regresar, pero el mar ha perdido su tranquilidad. Al fondo, sobre la Reserva Estatal de Dzilam, la lluvia cae e influye de vida la selva y a los animales que viven en ella. La tormenta se refleja en la marea, con olas más grandes que en la mañana.

Una jornada de 10 horas concluye con 120 kilos de pepino de mar que, a la cotización actual en Dzilam de Bravo, se convierten en unos 15 mil pesos. El dinero, mencionan los pescadores, será usado para la esposa embarazada de uno de ellos, el proyecto turístico en Celestún y, un poco, disfrutarlo.


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