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Gerardo Jaso
La Jornada Maya

24 de septiembre, 2015

Llenamos las alforjas con herramientas, refacciones, una estufa, lámpara, libreta, pluma y un libro, a la derecha, y a la izquierda sólo ropa pequeña, ligera, la necesaria. En la parrilla, la bolsa de dormir, una casa de campaña y un tapete para hacer yoga. Nuestro cuerpo, nuestra mente y el espíritu están llenos de energía, listos para 15 días de travesía.

A las 5 de la tarde del domingo montamos las bicicletas. Atrás quedó la casa vacía, pedaleamos 10 kilómetros, de la colonia San Simón a la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO), en el Distrito Federal. Las bicicletas, a paquetería y ADO nos lleva a Campeche. El padre y su hija, sentados; nuestras compañeras de viaje, abajo como maletas.

Al mediodía llegamos a la terminal de camiones de la ciudad de Campeche. Armamos las bicicletas y comenzamos a pedalear y pedalear y pedalear derecho, derecho hasta topar con el Golfo de México. Frente a nosotros aparece el malecón, el cielo azul, un cielo limpio, salpicado de nubes blancas, y un mar turquesa, un regalo de la naturaleza. Nuestros

cuerpos se hinchan por la emoción de ver el viaje iniciado. Las pupilas se llenan de agua cristalina de ciudad amurallada, de aire limpio y puro de nuestro México mágico, de sirena petrificada orgullosa de ser mirada por transeúntes lugareños y extranjeros.

Un hotel, necesitamos un hotel… La Posada del Pirata nos parece perfecta (calle 59, número 47, Centro). Guardamos las bicicletas en el cuarto. Tras darnos un baño salimos a disfrutar de la ciudad de noche, de la cerveza, del fuerte, con sus mitos y leyendas de piratas. Dimos una vuelta en el turibús, una mirada a la Campeche de hoy por sus sonidos, por sus calles y mercados, por sus olores, por su invernadero y su comida típica, por espacios hacedores de cultura… Ahora a descansar, mañana temprano tomaremos carretera con el objetivo de andar por los caminos de México, de mi México, conocer Calakmul, llegar a Bacalar… De entre las sábanas se oye a una hija: “apaga la luz, quiero dormir”.

[h1]La sorpresa del cenote Aguazul[/h1]

En Champotón nos quedamos solamente a dormir y el miércoles reanudamos temprano nuestro andar. Dejamos la localidad en unos minutos. La carretera a Calakmul es tranquila, con rectas largas que continuan en otra recta más larga. Mucho sol, mucho calor, mucha sed, necesitamos encontrar un lugar fresco para descansar. Continuamos con la esperanza de hallar dónde comer, dónde beber, dónde refrescarnos. Horas pasaron y nada había, a nadie encontramos.

Nuestro pedalear se hacía cada vez más lento cuando llegamos a un crucero donde se encontraba un hombre montado en su caballo, como esperándonos, al cual le pregunté por el pueblo más cercano y el tiempo que haríamos para arribar. Señalando una casa, él responde: “ustedes lo que buscan es dónde comer, ahí los están esperando”. La comida estaba lista, un pollo en amarillito humeante, de muy buen sabor y aroma, ligeramente picoso. La hija más grande echaba tortillas mientras el hijo mayor fue a traernos un refresco que inmediatamente tomamos. Como testigos estaban cinco niños deseosos de que no nos lo terminemos para que cuando nos vayamos ellos también puedan disfrutarlo.

Mientras comíamos, la señora nos decía que no nos fuéramos hasta Calakmul, que ya era tarde, que mejor nos desviáramos hacia el Ejido Revolución, después de Miguel Colorado, donde hay un cenote no muy visitado, pero no por eso menos lindo. Así lo hicimos. Nuestro andar lento permitió que las noticias llegaran primero que nuestras bicicletas, pues en la entrada del pueblo ya esperaba una señora que nos ofreció una cabaña que su marido limpiaba en ese momento. Nos dijo que dejáramos todas nuestras cosas y que, ligeros, fuéramos a refrescarnos al cenote Aguazul. En menos de 20 minutos estábamos nadando. De noche se hizo a nuestro regreso, más lento, tras gozar de aguas cristalinas en la tranquilidad. En la cabaña nos esperaban unas quesadillas sin picante, “porque a los de fuera no les gusta el chile”, nos dijo la señora deseándonos buenas noches, perdiéndose en la oscuridad. En la mañana nos brindó un desayuno con huevos que sabían a huevo, jitomate que sabía a jitomate y unas tortillas hechas en el momento y un rico café.
Desandamos el camino y ya en la carretera retomamos nuestro viaje a Calakmul.

[h1]La majestuosa laguna de Silvituc[/h1]

El jueves había que iniciar el día no muy temprano, no muy tarde. Calakmul está cada vez más cerca. En el crucero no había nadie para despedirnos, seguramente porque esperan nuestro regreso pronto.

Pensando y pedaleando. Pedaleando y pensando. Los recuerdos de ayer se entrelazan con las imágenes de hoy; lo vivido horas atrás se mezcla con lo vivido en las horas por venir. A lo lejos se deja ver un letrero de esos que hay muchos en las carreteras federales de nuestro país: amarillo, en forma de rombo, que por lo general tienen dibujado en negro la silueta de una vaca. Al verlo pensamos que un toro, una vaca o un buey podían andar en el camino y que debemos ser cuidadosos. Nos vamos acercando a velocidad de “vuelta de rueda” y ¡oh!, ¡sorpresa!, la silueta era la de una bicicleta con todo y un ciclista montado en ella. Esto es mi México, nos sentimos aludidos. La señal existe porque nosotros existimos, nos reconoce y nosotros nos sentimos reconocidos… es una bocanada de aire fresco. Seis horas han pasado desde que iniciamos en el cenote Aguazul, poco nos falta para llegar a Calakmul. Un letrero a pie de carretera con una flecha y la palabra “Restaurante” nos recuerda que no hemos comido.

Nos salimos del camino, seguimos la flecha, andamos la vereda, pedaleamos un tramo pequeño en terracería y frente a nosotros, mesas, sillas, el comedor, y atrás la laguna de Silvituc, linda, muy linda, rodeada de lirios floreados. Nuestras almas se ven alimentadas en compañía de pavorreales que se pavonean al vernos. El espectáculo es el marco perfecto para tomarnos una cerveza yucateca acompañada de un pescado empapelado, especialidad del lugar.

La vista majestuosa, la charla con otros comensales, las felicitaciones a la cocinera por el sazón de los alimentos, provocó que la noche nos tomara por asalto. Acampamos en los jardines del restaurante, a la orilla de la laguna de Silvituc… un privilegio. Noche lluviosa, temprano nos metimos a la tienda de campaña. Rodeados de muchos sonidos jugamos a reconocer de dónde venían, si eran producidos por un animal o por el viento, pero nunca salimos para comprobarlo.

Amaneció, es fresca mañana con un poco de neblina. Pisadas cercanas a la tienda de campaña nos despertaron; vimos cómo se alejaba en un kayak el dueño del restaurante. Mientras él llevaba comida a los monos de la isla, nosotros levantamos el campamento, desayunamos, montamos nuestras bicicletas y partimos a Calakmul. Volteamos, regresamos unos metros, tomamos más fotografías. Nuestras almas merecían unos minutos más para contemplar la laguna de Silvituc.

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