Siete minutos por el Danubio bastan para escapar hacia la paz

Cientos de personas huyen de la guerra entre Rusia y Ucrania viajando en ferry por el río
Foto: Marco Peláez

Emir Olivares Alonso, enviado

El cauce del Danubio es el último obstáculo para escapar. A bordo de una imponente plataforma flotante, cientos cruzan a diario por esta remota región fronteriza entre Ucrania y Rumania.

Parte de la historia de Europa se ha escrito sobre este mítico río, protagonista de relatos literarios e inspiración de composiciones musicales. En medio del conflicto geopolítico en la región, el afluente vuelve a suscribir la historia: la huida de quienes desean ir a un territorio en paz.

El Danubio ha transfigurado en una renovada representación del río Estigia -en la mitología griega era el límite entre la tierra y el inframundo-. Hoy sus aguas marcan la frontera entre ponerse a salvo o permanecer en peligro.

Los barqueros conducen a los refugiados de un país a otro. Tan sólo 900 metros de afluente separan a las dos naciones. Una distancia que el ferry cubre en siete minutos. Viajan mujeres, niños, ancianos y mascotas a pie o en autos (las enormes embarcaciones pueden cargar hasta tráileres). La mayoría ha huido de sus casas con lo puesto.

Escapan paradójicamente a contrapelo del cauce, que corre hacia el este hasta desembocar en el mar Negro; los desplazados, en cambio, se enfilan en dirección opuesta: el oeste. El Danubio se abre paso por 10 naciones rompiendo fronteras, esas que los refugiados añoran transitar para sentirse a salvo.

Esta lejana zona del distrito de Tulcea es otro de los puntos donde se expresa el desconsuelo de la guerra.

 

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La relativa seguridad que se transmitía en el oeste de Ucrania se rompió luego del ataque ruso, el domingo, a una base militar cerca de Polonia.

Miles escapan ante el creciente temor de que Odesa -a 300 kilómetros de Isaccea- sea tomada permanentemente por las tropas de Rusia.

Quienes lo hacen por este punto fronterizo -también paso de mercancías- abordan el ferry en Orlivka, del lado ucranio, y llegan a Isaccea, pequeña ciudad rumana de apenas 5 mil 374 habitantes que ha empeñado todos los esfuerzos por atenderlos.

Aunque se ubica a escasos kilómetros del delta del Danubio, llegar o salir de este poblado es una odisea. No hay taxis ni transporte público regular. La única pensión está saturada y el hotel más cercano se encuentra a 13 kilómetros del puerto fronterizo. Todo complica el paso y estancia de los refugiados.

Por ello las autoridades locales han dispuesto una coordinada estrategia. Elementos de la patrulla fronteriza, bomberos y un ejército de voluntarios colaboran para recibir a los miles que llegan a lo largo de la jornada.

Los ferries van y vienen una y otra vez. Desde esta crisis humanitaria se realizan cinco diligencias al día. En cada viaje hay capacidad para unas 500 personas, además de automóviles y camiones cargados con ayuda humanitaria.

Hanna Yurchenko es una de los miles de ucranios que buscan una nueva etapa, lejos del peligro. Finalmente ayer logró cruzar la frontera. Era su última oportunidad para llegar a tiempo a la capital rumana, Bucarest, y abordar el segundo avión de la Fuerza Aérea Mexicana que repatriará personas a México.

Su futuro esposo la espera en Guadalajara. Ella regresó a Ucrania para obtener los documentos necesarios para la boda, pero la guerra se le atravesó.

Esperaba ansiosa que uno de los camiones gratuitos con destino a la capital saliera cuanto antes. Debía estar en el aeropuerto de Bucarest a las 5 de la mañana del martes para subir al avión. El nerviosismo la consumía, pues el autobús sólo partiría hasta que se ocuparan las más de 40 plazas.

Cinco horas de trayecto Isaccea-Bucarest la separaban de su objetivo final. Eran ya lo de menos. Cuando la embajada de México en Ucrania le avisó que el límite era el martes, Hanna buscó la manera de movilizarse hacia la frontera. Su premura la hizo pagar el costo de cuatro pasajeros para que el operador de un autobús aceptara llevarla. Esperó 10 horas para cruzar la franja fronteriza. Lo único que importaba era salir de su país.

 

Foto: Marco Peláez

 

“Era mi última oportunidad. Estoy embarazada y espero dar a luz en México, por eso hice todo lo posible. Estoy nerviosa porque no soy casada, sólo es mi novio (mexicano) quien me espera. Me preocupa que al llegar al aeropuerto me digan que no pueden llevarme. Espero que todo salga bien. México nos brinda esta ayuda, para ser honesta, no lo esperaba. Estaré muy feliz de unirme a este avión y finalmente reencontrarme con mi futuro esposo”.

El operativo de apoyo en Isaccea no sólo cuenta con transporte gratuito por el país. Tras descender del ferry, los desplazados son recibidos por la Patrulla Fronteriza. Se les da un documento de acceso al país y deben acreditar su identidad con pasaporte en mano. Los agentes los reciben con amabilidad, saludan a los pequeños y les ofrecen golosinas. El siguiente punto es una enorme carpa en la que pueden descansar y comer. El menú es vasto: carnes asadas, sopas y vegetales. Los voluntarios los orientan. Los sanitarios y las instalaciones lucen limpios. Se trata de una atención a la que aspirarían millones de refugiados de otros puntos del planeta.

Entrevistada justo en la garita, antes de entregar sus documentos. Anastasiia Larenkova, de 31 años, sonríe y posa para la cámara formando un corazón con las manos. Empuja una carreola en la que va su pequeño hijo de cinco meses, quien apenas se ve por la gran cantidad de cobijas que lo protegen. El frío en esta zona es intenso.

Vive en Moscú, casada con un ciudadano ruso. Regresó a Ucrania para tramitar los documentos de nacimiento de su bebé, pero el conflicto le había impedido salir del país.

“Mi situación es muy difícil porque mi esposo es ruso, pero él, como yo deseamos la paz. No es la gente de Rusia, es sólo (Vladimir) Putin. Odiamos esta guerra. ¿Cómo lo puedo decir? ¡Es una mierda!”.

 

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Edición Astrid Sánchez 


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