The Independent
Periódico La Jornada

24 de mayo de 2015

Londres.

Palmira ya había sufrido. Su castillo fue ocupado por las tropas de Bashar Assad; desde sus ruinas se lanzaron cohetes en los combates contra los rebeldes moderados. Columnas que estuvieron en pie dos mil años se vinieron abajo. Algunas obras de arte más pequeñas fueron saqueadas.

Ahora, sin embargo, cae bajo el dominio cada vez más extenso del Isis, el mismo Isis que la emprendió a hachazos contra Nimrud, la ciudad asiria de 3 mil años de antigüedad en Irak. El mismo Isis que perpetró el pillaje del museo de Mosul con asqueroso regocijo.

Por breve tiempo Palmira podría continuar siendo una de las vistas más encantadoras de Medio Oriente. Al posarse el sol sobre sus ruinas, la cantería del templo de Bel, que data de hace 2 mil años, se pinta de rojo. Las sombras de las columnas de la gran avenida se proyectan sobre la arena. Allí el silencio del desierto sólo parece volverse más profundo.

Cuando visité Palmira con un amigo, en marzo de 2011, el levantamiento sirio tenía apenas dos semanas, pero ya el aviso de propaganda que se levantaba junto al camino, con el rostro del presidente Assad, parecía un mal presagio. El Isis que hoy conocemos no existía entonces.

Esta semana, apenas unos días después de alcanzar el borde de la moderna ciudad de Tadmur y comenzar la ritual matanza de sus habitantes, los yihadistas de Irak y Siria han infestado las ruinas romanas. Poca duda cabe de que destruirán cuanto tengan a la vista, sea patrimonio mundial de la humanidad o no.

Los militantes arrasarán con todo lo no islámico e idólatra. Masacrarán a la gente que dependía de su historia local para ganar un magro sustento con su modesto giro turístico.

La ciudad está hoy bajo control total de hombres armados y su destino es oscuro e incierto, advirtió desde Damasco Maamoun Abdulkarim, jefe del departamento de antigüedades y museos de Siria, en declaraciones a la Associated Press. Los expertos en herencia cultural, añadió, se encuentran en un estado de anticipación y temor por los tesoros arqueológicos de la zona, que constituyen una embriagadora mezcla de influencias romana, griega y persa.

El oasis pasó de servir de puesto de refresco a las antiguas caravanas entre Oriente y Occidente a ser un vital cruce de caminos para civilizaciones enteras, y con el tiempo se convirtió en la capital del imperio de la reina Zenobia en el siglo tercero dC, con toda la majestad que conlleva tal título.

Su escala es vasta. Antes de la guerra civil, los turistas que se arriesgaban a visitar el sitio –tras un recorrido de pocas horas en automóvil al noreste de Damasco– pasaban fácilmente un día entero explorando las ruinas. Ya desde antes de las protestas de la primavera árabe y la violenta represión gubernamental eran pocos los que se aventuraban a tal distancia en el desierto, lo cual la hacía aún más maravillosa.

Aparte de unos jubilados franceses que llegaron en un par de camionetas y se protegían del sol con sombrillas, tuvimos el magnífico anfiteatro para nosotros solos, libres para sentarnos asombrados o incluso para juguetear en el escenario.

Es sólo uno de los muchos sitios históricos que han sufrido en Siria: el imponente castillo de Krak des Chevaliers, de la época de las Cruzadas, ha sido bombardeado, al igual que las ciudades muertas bizantinas; el zoco de Alepo fue destruido por el fuego y el alminar de su gran mezquita fue derribado.

Pero Palmira era, y tal vez siga siendo por breve tiempo aún, algo especial. La aparente inevitabilidad de su destrucción es algo que destroza el corazón.

The Independent

Traducción: Jorge Anaya


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