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José Ramón Enríquez
Foto: Ap
La Jornada Maya

Miércoles 30 de mayo, 2018

Cuanto uno escribe a los 73 años inevitablemente tiene un tufillo autobiográfico. A veces resulta que un verso o la línea de algún artículo te resulta en algo conocida y es porque la escribiste, la olvidaste, pero en ti se quedó dale que dale vueltas como en su rueda un hámster. A veces no recuerdas si entre uno y otro párrafo te tomaste o no la píldora contra el colesterol. En el fondo es divertido y te sume en superficiales solipsimos que hasta pueden parecer profundas reflexiones.

Escribo estos artículos a partir de libros cuya lectura propongo porque dialogo conmigo al dialogar con ellos y quisiera hacer partícipe al lector de nuestras varias historias: la del narrador, la mía como lector y los ecos que resuenan al escribir retazos. Pero todo esto lo hace también un periodista cultural de 20 años. La diferencia, a los 73, es la complejidad del diálogo y la cantidad de ecos o fantasmas que convoco. Siempre es así y nada tiene de particular. Pero hay libros y autores con los cuales la velocidad de la rueda del hámster se vuelve vertiginosa y esto lo agudiza la edad.

Es mi caso, con Philip Roth y el primer libro suyo que leí. De [i]El lamento de Portnoy[/i] en adelante, Roth se volvió mi amigo, yo su confidente. Así, su muerte, aunque esperada, no sólo me duele sino que, en el vértigo, me lleva a elaborar mi propio duelo, al margen de cuanto bien se ha escrito en su memoria.

Cuando mi primera lectura de [i]El lamento de Portnoy[/i] nada sabía de Philip Roth. Trabajaba en la editorial Grijalbo de México, que ya se había establecido también en España. Seguía publicando a la Academia de Ciencias de la URSS, la Colección 70 y la colección Teoría y Praxis, que dirigía Adolfo Sánchez Vázquez, pero también se publicaban aquí [i]best sellers[/i] que no pasaban la censura franquista. Luego, era cuestión de hacer llegar lo revolucionario y lo sicalíptico, de alguna manera, a las librerías españolas comprometidas con la izquierda (en especial del Partido Comunista) que las vendían en las trastiendas. Esta historia editorial daría para una novela en sí misma. El caso es que yo, además de mi feliz adoctrinamiento en cuestiones de izquierda, desde las insoportables losas soviéticas hasta el marxismo más avanzado que elegía Sánchez Vázquez, tenía que tragarme también best sellers cuyo nombre apenas recuerdo y cuya calidad era muy dispareja.

Así llegó a mis manos [i]El lamento de Portnoy[/i] y me sedujo. No era solo un [i]best selle[/i]r sino una obra maestra divertidísima que, a pesar de ser profundamente norteamericana (y judía norteamericana), hablaba de mí y hablaba de mi tiempo. De ahí en adelante, Philip Roth se volvió un escritor de indudable urgencia. Además, molestaba a todo el mundo, como debe ser, a los antisemitas y a los sionistas, a los de izquierda y a los de derecha.

En 1977, muerto Franco, don Juan Grijalbo me permitió ir a Barcelona para trabajar en la editorial y para ser testigo de la transición. Fue un año extraordinario para mí, porque conocí en la práctica la puesta al día de los comunistas en la Europa occidental.

Entonces volvió a caer en mis manos [i]El lamento de Portnoy[/i] que ya podía editarse en España, aunque con este anuncio en portada: “Para personas de amplio criterio. Prohibida su venta a menores de edad”. Me tocó escribir la solapa que terminaba así: “El lector español que, al fin, tiene acceso a [i]El lamento de Portnoy[/i] encontrará en sí mismo una larga serie de puntos de contacto con este antihéroe cuyas quejas congelan la misma carcajada que provocan”.

Cuatro décadas después, eso mismo digo hoy de la ironía de Philip Roth, incluso en sus novelas menos ácidas.

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