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Felipe Escalante Ceballos
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Viernes 18 de mayo, 2018

En los primeros años 50 del siglo pasado, con idea de disfrutar de la temporada veraniega de julio y agosto, mi padre alquiló una modesta casa con techos de paja a una cuadra del malecón de Progreso, cerca de una cantina llamada Mocambo.

Llegado el día del traslado, en un amplio y entonces modelo reciente Chevrolet 49 y con la ayuda del taxista, acomodamos hamacas, ollas y sartenes, algo de ropa, los indispensables trajes de baño y demás trebejos necesarios para establecernos provisionalmente en el vecino puerto.

Por indicaciones de mis padres yo tomé asiento junto al conductor, caballero que entonces me pareció persona muy mayor pero ahora estimo que sería un hombre de mediana edad.

Iniciamos el trayecto desde la esquina de La Jardinera (calles 65 x 72), en el centro de la ciudad, y por la calle 60 nos dirigimos hacia Progreso. En esos tiempos Mérida tenía sus límites en el Estadio Salvador Alvarado y después de las vías del ferrocarril estaban las bodegas de henequén llamadas del Enlace.

En esas bodegas se almacenaba la preciada fibra para, después de su acopio, trasladarla en largos trenes hasta el muelle del bello puerto y luego transportarla por vía marítima hasta Nueva Orleáns.

Delante de nosotros circulaba el autobús que hacía el mismo trayecto, paralelo a los rieles por donde iba el ferrocarril, con escalas en las goteras de Chuburná, Sodzil, Kilómetro 10 (para ir a Temozón Norte), Chablekal, Dzityá y otros pueblos hasta llegar a San Ignacio. En este lugar vimos a la locomotora surtirse de agua, pues el tren se movía por medio de una máquina de vapor.

A ambos lados de la carretera contemplamos extensos henequenales con verdes plantas de todos tamaños, cercados de albarradas. En esos tiempos algunos fuereños comentaban sarcásticamente que los yucatecos no éramos muy inteligentes, pues las matas de henequén no iban a irse del área sembrada y por ello no había necesidad de las cercas.

Pero lo cierto es que esos cercados se hacían para proteger el valioso cultivo de la depredación del ganado, pues en los ranchos de la región el cebú pastoreaba libremente y se metía a los plantíos para comer los brotes tiernos de las hierbas y pisaba las plantas pequeñas de sisal, ocasionando con ello grandes perjuicios a los agricultores.

Durante el viaje advertí que el velocímetro de nuestro vehículo señalaba constantemente 40 kilómetros. Era la velocidad a la que transitábamos.

Previamente el amable chofer (no se empleaba la palabra taxista), nos había informado que el viaje duraría una hora. Como de la Plaza Principal de Mérida al centro de Progreso la distancia es de 36 kilómetros, a la velocidad a la que íbamos el viaje tardaba sesenta minutos.

Al decirle al conductor que era baja velocidad a la que nos transportaba, el amable señor me respondió que ésa era la usual y los camiones (autobuses) iban a la entonces enorme velocidad de 60 kilómetros por hora, porque perdían tiempo al hacer varias paradas en los pueblos y haciendas del camino.

Nuestro viaje tuvo feliz término y al poco rato de llegar a Progreso los chiquitines (mi hermana menor y yo) ya gozábamos de la arena, la fresca brisa y las olas marinas.

También oíamos a los ambulantes pregonar su deliciosa mercancía: ¡Pirulineeesss!, con dulces caramelos -que nos pintaban la lengua de un rojo intenso-, con figuras de animales, cubiertos de papel celofán y ensartados en un soporte de madera oscura sostenido por un palo.

Y por las mañanas hacían su aparición jovencitos que llevaban cubos de lámina galvanizada -aún no se producían los de plástico-, mientras emitían en alta voz sus pregones: ¡Hay calamares y jaibas!, ¡Camarón fresco!, ¡Huevos de gaviota!, y otras delicias del mar.

Como dice un dicho de sabor antiguo: ¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!

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