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José Ramón Enríquez
Foto: Fabrizio Leon
La Jornada Maya

Miércoles 16 de mayo, 2018

El cinco de enero de 1968, cuando se inició la Primavera de Praga, yo tenía 22 años, y cuando en Tlatelolco efectuaron la matanza del dos de octubre ya había cumplido los 23; sin embargo, crecí en esos diez meses mucho más de lo normal: me di cuenta sobre mi propia marcha de que sí, al fin de cuentas, el tiempo es relativo.

Y ese fenómeno de crecimiento acelerado, de maduración forzada, lo compartí con muchos. Me atrevo a decir que la mirada de Alexander Dubcek era la de un niño o un especie de gnomo que sonreía sin temores cuando, precisamente, ese cinco de enero de 1968 tomó las riendas del Partido para iniciar el proceso hacia “un socialismo con rostro humano”, pero a su regreso de Moscú, tras haber sido invadido su país por las tropas del Pacto de Varsovia, el 20 de agosto, y haber sido el propio Dubcek secuestrado para hacerlo “entrar en razón”, era la mirada vacía de un niño viejo, de un gnomo con mucho miedo. Así recuerdo que era la mía después del dos de octubre o, al menos, así creo que nos sentimos todos al comprobar que la muerte era de verdad, la fiesta se había acabado y que la lucha apenas comenzaba.

Pero todavía entre la alegría de la Primavera de Praga, unida con la fiesta de los niños de la flor en contra de la Guerra de Vietnam, sobrevino un balazo que a todos nos dejó helados y, después, furiosos; el que asesinó a Martín Luther King el cuatro de abril en Memphis, Tennessee. Al menos yo, que soy lento para estas cosas, entendí el auténtico significado de la palabra blues para denotar latidos musicales que son los estados del alma más profundos.

Pero el Mayo francés del 68 renovó la gran fiesta revolucionaria. Incluso llegó a creerse posible una nueva Comuna de París de la cual pudiera decirse lo que Benoît Malon, el communard bakuninista, había escrito sobre la de 1871: “nunca antes logró una revolución sorprender tanto a los propios revolucionarios”. Se buscó la utopía bajo los adoquines de la Ciudad Luz y el padre-abuelo de todos los franceses, Charles de Gaulle, dimitió en junio por el hecho gravísimo de no poder entender lo que pasaba. En realidad, nadie lo entendía porque, como el tiempo, aquello también era relativo.

El Papa Paulo VI había levantado las esperanzas de poner la Iglesia a tono con los tiempos, al relativizar la propiedad privada que “no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto”, con su encíclica Populorum progressio de 1967, pero, hamletiano como era, el 25 de julio de 1968 asestó en el occipital de los creyentes otra encíclica, la Humanae vitae, que confinaba la Iglesia a las cavernas.

Y un día después, el 26 de julio, comenzó en México la chispa de un movimiento estudiantil al cual el autoritarismo, que está en los genes del priísmo, echó gasolina para que todo ardiera. Y si diez años antes, en su Himno entre ruinas de la estación violenta, Octavio Paz vio caer la noche cuando “En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana”, en octubre de 68 sangre de los muchachos empapó ruinas de la plaza de Santiago Tlatelolco, dejó cicatrices que siguen sin borrarse y esa amarga sensación de que la hora de los tlatoanis no pasará del todo.

Pero mucho más ocurrió en el mundo durante el 68, hace ya cincuenta años que se cuentan apenas como un ayer. Un libro de Richard Vinen, recientemente publicado por Crítica, da cuenta exhaustiva: [i]1968, el año en que el mundo pudo cambiar[/i].

Vuelvo a las trampas de mi memoria. A fin de noviembre salió el Álbum blanco de los Beatles. Revolution debería ser lo que recordara, pero siempre me resuena Hey Jude: “no tengas miedo. Haz que una canción triste sea mejor”.

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