Giovana Jaspersen
La Jornada Maya
Viernes 11 de mayo, 2018
Cuando llegó a la casa habrá tenido apenas 15 años. Vino vestida con su lengua y piel, en un inmaculado hipil blanco. Umán parecía tan lejano como su mirada cuando nos recorría, sin comprendernos, ataviados también con nuestra lengua y piel, en pantalones cortos. Yo fui “su niño” siempre; a pesar de que cuando echaron a “la otra” de la casa porque -desesperada y cruel- osó quemar las manos de mi hermano menor para corregir tempranas travesuras, se tuvo que hacer cargo también de él. Pero “su niño” era yo, y ella, mi Nana.
Pasaba los días entre arrullos, juegos y las excentricidades infantiles en que concentraba su tiempo, humor y empeño. Extraía las semillas de las uvas, con la misma minucia con que les retiraba la piel para que yo no sintiera más que lo dulce del fruto, y su trato. Vivió con nosotros siempre, sin que llegáramos jamás a hablar la misma lengua, pero sin necesitarlo nunca, pues en los afectos hay muchas cosas que no tienen voz ni nombre.
Eran otros tiempos y en Mérida había mucha pobreza. El reparto henequenal en el estado había sido muy complicado y la construcción social que partía de la hacienda y el cacicazgo no se había diluido entre las hectáreas de terreno; subsistían roles y formas. Todo eso se respiraba por las calles. Ella no tenía a nadie y tampoco nada más. Su casa, era la casa; y nosotros, familia.
Cuando nos mudamos a la Ciudad de México, vino con nosotros. Entonces ya no pudo regresar a su pueblo, pues se “había vestido” y al dejar el hipil una mujer maya dejaba también territorio y patria; pero su abrigo no era suficiente cuando el termómetro bajaba y las miradas reclamaban. Entonces dio el salto que mitigó el frío y aumentó distancias en un sentido, mientras las acortaba en otros más.
En aquel tiempo comenzó también a cocinar, pues nosotros crecíamos y ya no la necesitábamos tanto; así nos trajo la tierra por bocados y logró mantenernos en ella. Seguía hablando la maya, y por ella, y sus mezclas al hablar, es que pude aprender un poco y ayudarla a que la comprendieran en el mercado y las calles de una ciudad hostil, que la alejaba cada vez más de Umán y nos acercaba a ella.
Teníamos una relación blindada y confidencial, de cruce de miradas y refugio; con la fuerza que da quien se entrega en vida y se sabe en otro. Fui adulto, y en su mirada encontraba una parte de mí que se había ido con las responsabilidades y los tiempos; volver a ella era también volver a verme. Por ello procuraba su presencia, que estuviera y con ello, estar. Fue mi casa.
Cada quien hizo su vida y ella siguió siendo refugio, arrullo y familia para todos. Los años redujeron el ritmo de los pasos y la vida, observaba más, lo veía todo, desde el silencio y la calma. Cuando llegó el tiempo, tratamos de cuidarla tanto como hizo con nosotros. Ella era la vuelta a nuestro territorio y memoria, el alivio del lecho, el humo y la leña. Un buen día, la enfermedad llegó a su cabeza clara y se derramó, alcanzó entonces lo más personal y profundo: la palabra.
Nunca más pudo hablar español, como si en el regreso a su lengua hubiera encontrado la forma de volver al pueblo y a ella, se quedó ahí. Habitó en la maya los últimos años e hizo de ella su casa en la vejez y la distancia. Mi padre les auxiliaba a traducir un poco para las personas que se encargaban de su cuidado, con esmero y respeto, pero nunca con el cariño que ella hizo con nosotros, conmigo.
Seguía sonriendo plácida con la tranquilidad que da el ya no encontrarse en este mundo y sus formas, de estar en otro sitio, probablemente en aquel del que partió en la pubertad. Fui “su niño” hasta su último aliento y ella, aún es mi nana; lo será hasta que yo ya no sea más.
Al volver en el tiempo, y ver a las nanas de las otras casas y otras vidas, como la “Pipa, Pipita, Felipa” que retrató no pocas veces García Ponce, y tantas otras que “se vistieron” y dieron, con ello todo; veo en su lengua y vida, patria y madre. Más allá del orden biológico, de la tierra y las formas, están ellas y sus años; siempre pocos al llegar, y todos al partir. Incomprensible fuera de la península y palpable en la palabra, marca de presencia y refugio de memoria.
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Gracias a quien prestase su recuerdo más melancólico y tierno para que viviera hoy en esta plana, y un mundo lleno de tan distintas maternidades.
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