José Ramón Enríquez
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya
Miércoles 4 de abril, 2018
La Asociación Nacional de Actores es, por encima de todo, un sindicato. Un sindicato con todas las exigencias y negligencias, heroísmos y traiciones del sindicalismo mexicano, forjado a la sombra de una revolución institucionalizada que ya se había bajado del caballo pero no se tentaba el corazón ni la cartera para echar bala.
Una característica distintiva de la ANDA es que, a diferencia de otros sindicatos cuyos líderes surgen de la base, sus fundadores fueron actores de gran prestigio y fuerza política propia. Fernando Soler fue primer secretario general, y entre los primeros estuvieron Cantinflas y Jorge Negrete, quien fue capaz de enfrentar y ganarse el respeto del cacique más poderoso que ha habido en México, Fidel Velázquez. Pero la extracción de los fundadores no ha sido benéfica para las bases más necesitadas.
Por lo demás, como todo el sindicalismo oficialista, la ANDA ha estado afiliada a la CTM, sus dirigentes han sido mayoritariamente miembros del PRI y con derecho a una curul en la Cámara de Diputados, ocupada por muchos, al menos hasta Silvia Pinal. Al igual que otras manifestaciones del caciquismo en nuestro país, el sindicalismo oficialista ha sido un granero de votos para un PRI que no ha sido generoso con los agremiados sino con los líderes respectivos.
Hoy, cuando una plantilla independiente que quiere ser voz y defensa de las bases, ha ganado por amplia mayoría. La llegada de ese espléndido actor que es Jesús Ochoa, comprometido con las mejores causas, es motivo de regocijo, inclusive para quienes hemos visto la ANDA como insalvable. Ofrece fundada esperanza. Al fin y al cabo estamos en otro México, vivimos otro milenio y tanto la honestidad como los buenos oficios pueden modificar en algo realidades anquilosadas. Sólo es cuestión de cuidarse de la tentación caciquil y de convertirse en sindicato orgánico de cualquier partido, por prometedor, honesto y avanzado que se presente: la esencia del sindicalismo es la libertad de sus asociados para militar en diversas opciones políticas, o en ninguna. El charrismo mexicano o el verticalismo fascista son manifestaciones del desprecio a la clase trabajadora y de su manipulación descarada a la hora de llenar las urnas.
Nacido en Ures, Sonora, Jesús Ochoa fue maestro antes de saltar al escenario. Viene, pues, de un México pobre y conoce la mirada de los más desprotegidos. Una de sus primeras películas, dirigida por su descubridor y maestro, Sergio Galindo, [i]La tuba de Goyo Trejo[/i], resume mejor que cualquier currículum la visión que Jesús Ochoa tiene de su gente y de la necesidad de hacer arte sin contar siquiera con lo indispensable para la producción. No empezó su carrera en las grandes compañías cinematográficas ni con los gigantes televisivos, sino en la sierra sonorense, cargando a lomo con las necesidades de una película y apoyando a Sergio Galindo, personaje imprescindible del teatro sonorense.
Experiencias como esa no se olvidan fácilmente, o no deberían olvidarse. Cuentan que Cantinflas, quien emergiera del pueblo y de la carpa, acabó como un auténtico déspota en la vida sindical y en sus producciones cinematográficas. Seguramente no será el caso de Jesús Ochoa, quien augura una etapa de sindicalismo limpio para los actores más desfavorecidos de su gremio.
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