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Rafael Robles de Benito
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Miércoles 7 de marzo, 2018

Todo parece indicar que en abril próximo se volverá a abrir la caja de Pandora de las temporadas de captura de pepino de mar. Parece que no se entiende que una especie de la importancia ecológica que tiene el pepino de mar, detritófago que contribuye a completar los ciclos alimentarios de los océanos, no puede ser considerada simplemente como un recurso que apacigua el disgusto que genera la pobreza entre el sector social pesquero.

Sujeta a la presión de un sector desordenado y ansioso por llevar alimento a sus familias, inmersa en un proceso comercial más parecido al crimen organizado que al mercadeo legítimo, involucrada en un procesamiento relativamente informal, pobre en tecnología y aún más pobre en la prevención de deterioros ambientales, la pesquería del pepino de mar continúa siendo una amenaza a la biodiversidad del bentos de la plataforma continental yucatanense, a la sustentabilidad del resto de las pesquerías, y a la estabilidad del tejido social de las comunidades costeras de la entidad.

Sé que estoy predicando en el desierto, y que lo que digo no es bienvenido, ni por quienes lucran con este modelo depredador, ni por los pescadores que encuentran en él la única respuesta a una situación de pobreza lacerante. No obstante, creo que hay que seguir insistiendo en el tema hasta que los diversos actores interesados se muestren comprometidos en encontrar una vía que parta de un enfoque precautorio en la actividad pesquera, y que considere con seriedad la necesidad de cambiar el arreglo socioeconómico que tiene al estado –y al país entero– amarrado a un esquema medieval de amos y siervos, en el que los más perjudicados son siempre los verdaderos hombres y mujeres de la mar: los pescadores y pescadoras.

En lo inmediato, parece ser que estamos condenados a seguir siendo espectadores de un proceso en el que los pescadores se hacen a la mar con el riesgo de perecer ahogados o descompresionados, en el ánimo de llevar un sustento relativamente precario a sus familias, al menos en el corto plazo (pan para hoy, aunque el mañana nos prometa hambre), procesadores de pepino de mar más o menos irregulares o francamente clandestinos, contaminando con aguas servidas los humedales costeros de Yucatán, intermediarios dispuestos a retar a la autoridad y transportar y comercializar capturas furtivas e ilegales, y quizá corromper a los funcionarios de inspección y vigilancia en el trayecto, e industriales empeñados en sacar de la actividad la mayor tajada posible, sin importar a quiénes de la cadena de valor perjudican.

Claro que a esto habrá que añadir la permanencia y el recrudecimiento del deterioro social consecuente: más violencia, más trata de personas para el comercio sexual, más drogadicción y alcoholismo, más robos… es el precio que las comunidades portuarias tendrán que pagar por continuar participando de esta actividad.

Empero, tras el disfraz de los “estudios bioeconómicos” del Instituto Nacional de Pesca, se siguen abriendo temporadas de captura en el ánimo de evitar el reclamo que genera el inicio de las vedas de otras especies, como si la solución al problema estuviera en el mar, y bastara ir sustituyendo una especie por otra para tener una captura continua que tuviese a los pescadores siempre ocupados en actividades extractivas. Asoma de nuevo su horrenda cabeza la tragedia de los comunes: por aquí está el camino al colapso de la actividad pesquera.

El problema está en tierra, y es más social, económico y político que biológico o ambiental. En tanto el sector pesquero continúe atrapado en el medioevo, la cosa continuará estando color de hormiga. Se seguirán planteando las preguntas incorrectas, y las respuestas no podrán resultar satisfactorias. El asunto no está en determinar si tal o cual especie pueden soportar de manera dizque sustentable una cuota de captura determinada, durante un tiempo preestablecido.

Como alguna vez dijo el doctor Rolando García, “la naturaleza se declara inocente”. El problema no se encuentra en la época de reproducción de los pepinos de mar, ni en su distribución y abundancia. Las preguntas deben dirigirse más bien a esclarecer cómo funcionan las comunidades pesqueras, cuáles son sus arreglos jerárquicos y sus acuerdos económicos (cuando los hay); qué tanto se acercan sus modos de operación a los del crimen organizado, y en consecuencia, si se debe tratar a esta pesquería como un problema de seguridad, más que como una suerte de subsidio perverso, de retorcido programa de apoyo a un sector social empobrecido.

Si no se corrige pronto el rumbo, el problema se va a convertir en un conflicto mayúsculo, ya sea porque al encontrarse sin acceso al recurso, los pescadores ventilarán su frustración y su desesperanza en contra de las organizaciones del estado, o bien porque la propia escasez del recurso va a convertir la lucha por el acceso a él en una gresca encarnecida. Esperemos que la sangre no llegue a las rías, pero me temo que seguiré dando voces en el desierto.

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