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Rodrigo González M.
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Jueves 1 de mazo, 2018

Conforme cultivaba el hábito de ver cine, una de mis satisfacciones más grandes era poder diseccionar la prosa fílmica tal como se disecciona el día a día: ubicarlo en sus detalles, momentos, luces, sombras, colores, sonidos, personas, objetos, intenciones, separarlo todo y luego en su conjunto recibirlo de nuevo desde una óptica distinta, con una enseñanza diferente.

Muchas películas pasaron por mis ojos de tijeras en incontables salas oscuras y poco a poco fui afilando el gusto por cierto tipo de historias, de desenlaces y de cuestionamientos. Entendí, a fuerza de repetición, que la magia de una película, lo que la vuelve fundamental, es el instante en el que las imágenes se convierten en un recuerdo personal. Y no me refiero a que la película sea un recuerdo almacenado a través del tiempo acerca de la experiencia de ir al cine, si no a que las imágenes que son la película se vuelven propias, de uno, y ocupan entonces un lugar en nuestra memoria que las vuelve personales, como si hubiésemos sido nosotros mismos los héroes o villanos de aquel momento, los artífices de ese destino, los pobladores de esos mundos.

Luego con el tiempo llegaron películas más complejas, con otras apuestas, con otros tonos, y de pronto diseccionar esa prosa fílmica ya no fue suficiente e intenté hacer la mía propia. Obviamente las películas fundamentales llegaron cada vez con mayor tiempo entre una y otra, pero cuando llegan, siempre traen consigo un descubrimiento, una respuesta y una nueva pregunta.

Paul Thomas Anderson es uno de esos cineastas que tiene el tacto para hacer de sus películas obras que rápidamente ocupan su lugar en la historia. Con [i]Boogie Nights[/i] me dijo que era posible hablar de cualquier cosa, con [i]The Master[/i] dejó claro que las personas buscando aceptación somos capaces de creer en cualquiera, y con [i]There Will Be Blood[/i] acordamos que la ambición humana es nuestra mayor cualidad y la causa de todas nuestras ruinas.

Ahora, con [i]Phantom Thread[/i], Thomas Anderson se confirma como algo más que un cineasta consumado y pasa a ocupar su silla entre los pocos directores que logran, a través de las imágenes, realizar profundas reflexiones filosóficas sobre el conflicto humano, las relaciones, el amor y ese entramado voluntario con todas esas trampas que sutilmente tejemos y dejamos escondidas para eventualmente librarlas y demostrarnos a nosotros mismos que hemos logrado ser mejores.

A primera vista pareciera que la película nos habla acerca de Reynolds Woodcock -Daniel Day Lewis en su despedida de las pantallas-, un diseñador de modas de princesas y aristócratas de la Inglaterra de mediados del siglo XX, cuyo enorme talento sólo es comparable con la extrema sensibilidad que posee y que lo convierte en un ser déspota, irritable, extremadamente disciplinado, obsesivo, parco.

Sin embargo, conforme vamos avanzando en las búsquedas y obsesiones de Reynolds, entendemos que sus carencias cobran sentido cuando conoce a Alma, una mesera que desde el primer momento se convierte en su obsesión, su enfermedad y su cura.

La ausencia temprana de la madre que le enseñó el oficio, la presencia monolítica de su hermana Cyrill, y el vivir rodeado de un ejército de mujeres-costureras, mujeres-modelos, mujeres-cocineras, mujeres-ayudantes, dotan la relación entre Reynolds y Alma de una pureza ajena al pacto social establecido. Rompen entre ellos la barrera del sentido lógico del amor para llevarnos por un andador tapiado de álamo negro, de verdades entretejidas en las bastillas, ocultas en los retazos, apenas asomadas en los encajes de cada nueva creación-vestido que van armando juntos.

Entonces, resulta que la tesis de la cinta no es sobre el despotismo o la soberbia, es sobre la naturaleza del amor, de cómo crece y de qué se alimenta. Nos refiere a todo aquello que nos enferma del otro, pero que al mismo tiempo también significa la cura; nos habla desde la contemplación del deseo vital de uno sobre la profunda relación con la muerte del otro, y nos permite contemplar desde un espacio que se vuelve personal, la profundidad del amor carente de condiciones, impulsado por la aceptación de todos los demonios más que de los talentos del que está enfrente.

Yo no podría ser diseñador de modas, acaso mi talento con la aguja y el hilo me da para remendar un calcetín (¿aún la gente remienda calcetines?), pero sí le agradezco a Paul Thomas Anderson la idea de que en estas cosas del amor, muchas veces lo que parece el lado más enfermo de las personas y las cosas, puede ser pilar que lo sostenga todo.

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