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del

Emiliano Buenfil
Fotos: Archivo de la familia Buenfil
La Jornada Maya

Martes 27 de febrero, 2018

A 103 años de su nacimiento, no recuerdo exacto cómo lo conocí, sólo sé que Pastor Cervera está ahí en el imaginario de mi pasado, constante en presencia y en música. Quiero recordar al Pastor de a pie, el que montaba a pelo, el que por fortuna nos tocó vivir, el ser humano entrañable que fue y el abuelo que me adoptó con su cariño inmenso; porque Pastor se daba así como era él, sin máscara, sencillo y sincero, no le gustaba la lisonja infinita ni el cebollazo hipócrita, sabía quién era y se plantaba como tal sobre la tabla o en la vida, en la cantina o sobre el caballo, sabía quiénes eran sus amigos y de qué lado masca la iguana.

Se nos volvió costumbre ir por las mañanas a visitarlo a su casa, algunas veces con mi padre, otras pasaba yo solito, a estar con él y escucharlo. La rutina era casi siempre la misma: te insultaba apenas te abría la puerta, “¿que se te perdió?” decía, - “otra vez hijoeputa ¿no tienes qué hacer?”, con cariño recordaba a mi progenitora mientras dejaba la puerta abierta y se alejaba a la cocina maldiciendo y arrastrando sus pantuflas, mi padre siempre le daba réplica a sus maldiciones y el juego de mentadas duraba un rato. Pastor ponía la cafetera e invariablemente presumía su café, casi siempre colombiano y siempre delicioso que servía en unas tazas pequeñas, de verdad lo disfrutaba.

Mientras lo tomábamos se quejaba de algún funcionario de cultura o maldecía para terminar con algunas de sus anécdotas, miles de aventuras que me dejaban fascinado aunque las hubiera escuchado antes. Como aquella vez que huyó a caballo de un pueblo luego de defender a una dama, descontar sin saberlo al presidente municipal, cuando metió su Ford Falcon a una zanja, o el día que amaneció en Acapulco y no sabía dónde estaba. Y así, miles de anécdotas del viejo.

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Después, sacaba las guitarras con cualquier pretexto, ¿ya conoces a la pocaropa? Me decía con sus ojos fijos dándome un [i]huascop[/i] con sus uñotas, yo siempre decía que no, sacaba una y dos y tres guitarras, él y mi papá hacían su magia, ese dueto que les sonaba maravilloso, así ensayaban.

Pastor siempre me incluía: “a ver, chiquito, que el café no es gratis, toca algo”. Yo que no cumplía la mayoría de edad, pero ya tocaba mis primeras cosas, me esforzaba a mares para seguirlos. Pastor me enseñaba a su modo, sin método ni academia: “pon tu dedo acá y el otro acá, y luego acá y lo tocas así, ta’ fácil”, con él aprendí a tocar canciones cubanas y los requintos que yo acompañaba temeroso.

Una vez fuimos a Cuba, una delegación de 300 mexicanos fuimos a visitar la isla de Fidel: La Trupé, Eraclio Zepeda, Froilán López Narváez, Jaime López, Banco del Ruido, David Haro, El Negro Ojeda, Los Duendes del Mayab y Pastor Cervera con Jorge Buenfil y bueno yo, de colado, fungiendo de [i]staff[/i] de la delegación yucateca.

Fue un parteaguas en mi vida. La cercanía con Pastor fue mágica, fue un viaje surrealista: la delegación mexicana se enfermó de salmonelosis, (nos dieron un suero de changó que parecía salido de la película del médico brujo con el loco Valdéz), una semana de fiesta inolvidable, con grandes bohemias y grandes artistas.

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Todo se rolaba: la voz, las guitarras, los tambores, todos cantaban cosas de lo más granado de su repertorio. De repente Pastor pidió su turno al bat y me dijo: “ven acá chiquito, agarra el requinto de César”, el señor Portillo de la Luz me prestó su instrumento que yo recibí muerto de miedo. ”Ve cómo toca este chiquito la canción cubana”, le dijo Pastor a César. Así, de repente estoy ahí sudando, comprometido con el requinto de Portillo de la Luz y la atención de todos, pero en medio de todos la sonrisa traviesa de Pastor, su mirada cómplice me sostenía en medio de la sala, comencé la canción con el requinto, acompañado del viejo que la comenzó a cantar sin soltarme, César pronto se nos unió en la voz, y la magia se dio, el aplauso espontáneo me inundó el alma como pocas veces en la vida, lo más bello fue la mirada de aprobación y orgullo que me brindó esa noche Pastor Cervera.

La última vez que lo vi, me fui a despedir de él porque me regresaba a la Ciudad de México, ya habían pasado algunos años desde el viaje a Cuba, la relación fraterna con el viejo era sólida y entrañable, siempre expresó su cariño por mi padre y por mí. Esa mañana después del café me pidió sentarnos en su puerta, después de un largo y tranquilo silencio, me dijo: “mira hijo, tú aprendiste cosas conmigo de cómo se tiene que hacer una canción, bien hecha, no pendejadas. Tú, no importa lo que hagas, si tocas rock, trova o blues, tienes que replicar lo que aprendiste conmigo ¿lo oyes?, yo confío en que lo harás bien, hijo, y te deseo mucha suerte en lo que sea que quieras hacer”.

Me despedí y nunca más lo volví a ver. Al año siguiente se nos fue el Pastor físico y quedó el mito, la música, el genio. Yo comencé a cantar mis primeras canciones y a inventarme una carrera de compositor, con esa base y sin olvidar nunca las palabras del viejo, me comprometí con el oficio hasta el tuétano. Sigo cantando sus canciones para no extrañarlo tanto, sigo tomando café por las mañanas, sigo escapando a esas palabras cuando el oficio se pone rudo o las musas no aparecen, sigo buscándolo en cada una de mis piezas y aunque Pastor jamás escuchó ni una sola de mis canciones, ellas siguen ancladas a su escuela, a su influencia, a esa manera que a mí me enseñó mi abuelo Pastor.

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