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Giovana Jaspersen
Foto: Archivo Guerra
La Jornada Maya

Viernes 2 de febrero, 2018

Era octubre de 1839, cuando John L.Stephens zarpó a bordo del bergantín británico Mary Annhacia la Bahía de Honduras, en una misión especial y confidencial. En sus palabras, era antes de las siete de la mañana con las calles y los muelles silenciosos; la Battery, como llama familiarmente al fuerte del puerto, estaba desolada; y, al instante de abandonarla en un viaje de incierta duración, parecía más hermosa que como nunca antes la había conocido.

El resultado de este viaje fue Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatán, Vols. 1 & 2 (1841), una mirada que, como la de otros viajeros, marcó nuestra historia y fue pieza clave en el descubrimiento y estudio de nuestro pasado arqueológico. Por ellos podemos imaginar cómo fue, lo que vieron, pensaron y relacionaron al ver por primera vez las ciudades prehispánicas abandonadas. Entre fascinantes descripciones que narran igual la lucha frente a un bisturí en la plancha de una clínica rural, que una escalinata cubierta de indescifrables bajorrelieves o una gran recepción después de haber adquirido las ruinas de Copán por 50 dólares; acompañadas de minuciosas ilustraciones, nos regalaron un mundo exótico y virgen, salvaje a sus ojos y fascinante ante los de cualquiera, enorme y atemporal. Con ellos se marca el inicio de lo que sería no sólo el futuro académico y arqueológico, sino también turístico de nuestro país.

100 años después de que zarpara Stephens, en continuidad a la labor de estudio y registro sistematizado, pero desde la nación, en 1939 estaba naciendo el Instituto Nacional de Antropología e historia (INAH). El día de mañana serán ya 79 años de la creación de esta instancia que aún cuesta tanto imaginar en su realidad y quehacer, como las primeras expediciones, pero que podemos dimensionar con números, valiéndonos de ellos como si fueran los trazos de los grabados de Catherwood.

La institución, que investiga, conserva y difunde el patrimonio arqueológico, antropológico, histórico y paleontológico de la nación, es bastante atípica, y si analizamos órganos similares a nivel internacional será difícil encontrar otro con un modelo tan integral, interdisciplinar y redondo en sus funciones; es diverso y absoluto, por lo que muchos lo tachan de impenetrable, entre otras cosas. Yendo a las cifras, pensemos que este organismo es responsable de más de 110 mil monumentos históricos que fueron construidos entre los siglos XVI y XIX, y 29 mil zonas arqueológicas registradas. 181 de éstas están abiertas al público, aunque se calcula que debe de haber más de 200 mil sitios con vestigios arqueológicos, y el que no estén abiertos no implica que nadie esté trabajando en su registro, investigación y conservación.

Asimismo, el INAH tiene a su cargo una red de 120 museos. Todo esto en un vastísimo y muy extenso territorio, con los problemas de comunicación y acceso que todos los que lo habitamos conocemos. Así, es una instancia ramificada en 31 centros regionales, secretarías, coordinaciones nacionales y oficinas centrales que a través de una plantilla de miles de trabajadores busca cumplir sus funciones, y especialmente, lograr conservar el patrimonio para que pueda estar al alcance de todos. Es un universo entero. Como podemos ver, su mayor reto es la omnipresencia, y ésta es inalcanzable. Por lo que cada que se escucha la pregunta ¿Y dónde está el INAH? La respuesta correcta sería, en todas partes, pero nunca es suficiente frente a la riqueza patrimonial de nuestro país, nunca. Y mucho menos si consideramos el consumo patrimonial.

Pensemos que en 2016, el total de visitantes a museos y zonas arqueológicas administrados por el INAH fue de 23 millones 814 mil 625 y en 2017 subió a 26 millones 473 mil 729 visitantes; así es, 2 millones 659 mil 104 más que el año previo. Tan sólo en la península, Yucatán pasó de 2 millones 957 mil 28 a 3 millones 641 mil 251 visitantes; Quintana Roo de 2 millones 825 mil 672 a 3 millones 413 mil 730; y Campeche de 270 mil 939 a 279 mil 101. La suma de los tres estados ascendió a 7 millones 334 mil 82 visitantes en 2017, cerca del 30 por ciento del total nacional; con un muy notable incremento en relación al año previo.

Y habría que mencionar que si los visitantes aumentaron es porque la comunicación y difusión del patrimonio también ha avanzado, basada en un esfuerzo compartido, lo cual sin duda, implica mucho mayor trabajo para todos quienes trabajan por el patrimonio.

Los resultados en números hablan por sí mismos, pero fuera de estadísticas podríamos hablar de otro tipo de datos. En Yucatán, por ejemplo, habría que resaltar la compra de los terrenos donde se ubica la zona arqueológica de Kulubá y su próxima apertura, pieza clave no sólo en el conocimiento de las dinámicas y relaciones con sitios tan relevantes como Ek Balam y Chichén Itzá; sino también como un motor que ha de desatar el desarrollo turístico y económico de toda una región. En Quintana Roo el trabajo de conservación constante y extenuante para que el despunte turístico de Tulum no implique un daño en la zona, que día a día rompe récords de visitantes como lo hace también Chichén Itzá en el estado vecino. En el caso de Campeche, podríamos hablar del arduo trabajo en la zona de Calakmul, además del descubrimiento de tres zonas al norte de la popular biósfera: La Lagunita, Tamanché y Chaactún, así como del trabajo en la isla de Jaina y sus vastas colecciones que tanto nos han ayudado a imaginar los rostros ancestrales. En el caso de los museos de los tres estados, hemos visto la península nutrida de exposiciones nacionales e internacionales de primer nivel, y de nuevas inversiones para lograr la accesibilidad en los museos y su avance de cara al siglo XXI. Además, Campeche cuenta con un nuevo espacio, el Museo de Arqueología Subacuática de San José El Alto, siendo el primero en su categoría en América.

Lo anterior son sólo ejemplos, entre muchos más, de un trabajo continuo y constante de un instituto que fue arrasado por los sismos y tuvo que reorientar todas las acciones y todos los esfuerzos en su último año.

Y es que para comprender verdaderamente al INAH habríamos de poder imaginar la cantidad de arqueólogos, custodios, conservadores, museógrafos, restauradores, antropólogos, arquitectos, administrativos, técnicos manuales, gestores y demás recursos humanos que hay detrás. Cada vez que se habla del INAH -que es como todo, perfectible- a ligera y desde el juicio, no alcanzamos a imaginar la complejidad del patrimonio ni a cuantificar su vastedad. Si bien es el único capital estable en nuestra voluble nación, sobre el cual descansa el turismo y la economía; su administración, gestión y conservación es una titánica labor.

Así, el INAH no es inasible ni inaccesible; no es un permiso ni un concierto: el INAH es el camino que desde hace 79 años andamos para comprender y comprendernos, son todas sus personas y nuestro patrimonio.

Larga vida al Instituto que nos permite que alcancemos a imaginar quiénes somos y hemos sido. Cada año vale, al cuantificar las miradas que cambian al visitar un museo o una zona arqueológica.

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