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Foto: www.ccmss.org.mx

Rafael Robles de Benito


De unos años a la fecha, se ha venido impulsando, sobre todo en la región sureste de nuestro país, el cultivo de la palma africana, o palma de aceite. Esta especie se utiliza para la producción, precisamente, de aceite, que se destina en parte a la industria alimentaria, pero sobre todo se utiliza como “biocombustible”. Es un cultivo que se presenta como un gran generador de plusvalía, y como una alternativa para hacer un mejor uso del suelo en los terrenos que fueron ocupados por potreros, o por diversos monocultivos, y que por razones económicas han sido abandonados. Hasta ahí, todo pinta muy bien. La realidad, sin embargo, es un tanto distinta, tiene una serie de rasgos inquietantes, y ofrece un panorama lleno de dudas.

Para empezar, hay quien habla del cultivo de palma de aceite como si se tratara de una plantación forestal. Hay que subrayar con insistencia el hecho de que no es un producto forestal propiamente dicho, ni se puede considerar como una alternativa más eficaz para secuestrar carbono que la restauración de los tipos originarios de vegetación. La idea de que sustituir potreros abandonados o áreas de vegetación secundaria, por monocultivos de palma, es una estrategia congruente con las metas de disminuir las emisiones de carbono a la atmósfera, en aras de mitigar los procesos de cambio climático, es falaz.

Por otro lado, aunque una parte de la producción se destine a la industria alimentaria, tampoco se puede considerar cabalmente a la palma de aceite como una contribución a la producción agrícola nacional. Se trata de un producto agroindustrial que puede mover los indicadores económicos del sector rural nacional y su ubicación en los mercados globales, pero que en poco o nada contribuye a garantizar la seguridad alimentaria de los mexicanos. Ni siquiera contribuye a incrementar los ingresos –y en consecuencia, la capacidad de consumo– de los habitantes rurales del sureste mexicano.

Lo más inquietante del asunto es que, considerando los beneficios económicos que puede otorgar la palma de aceite, los apoyos que brindan para cultivarla los organismos rectores de la política agropecuaria nacional, y el ilusorio discurso acerca de las bondades que representa como instrumento para abatir los efectos del cambio climático, la tentación de ocupar tierras del trópico mexicano para cultivarla es cada vez mayor, y la superficie dedicada a producirla crece de manera francamente precipitada.

Las consecuencias son múltiples: dejan de usarse suelos fértiles que bien podrían destinarse a la producción de alimentos, se cancela la posibilidad de restaurar áreas forestales degradadas o francamente deforestadas, y se abre cada vez más la posibilidad de cambiar el uso del suelo de las áreas forestales, acabando con las selvas medianas y altas remanentes sustituyéndolas por monocultivos disfrazados de proyectos de secuestro de carbono.

En una región que es el sitio del país que más contribuye a las metas comprometidas por México en términos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, la palma de aceite debiera verse más como un riesgo que como un tentador potencial de desarrollo del campo. Es cierto que, en Chiapas y Campeche, es un cultivo que llegó para quedarse, al menos mientras resulte rentable y tenga un lugar destacado en el universo de las “commodities” agroindustriales; pero no por ello pensemos que se justifica el crecimiento de su cobertura.

Las autoridades de los estados de la región responsables de las políticas agropecuarias y ambientales deberían estar trabajando de manera coordinada, con el propósito de cerciorarse de que las plantaciones de palma de aceite se autoricen únicamente en las tierras que no signifiquen un cambio de uso del suelo que implique deforestación, o en las que no ofrezcan un potencial relevante para su restauración como áreas forestales. Quizá incluso, en aras de un escrupuloso criterio precautorio, debiera considerarse la posibilidad de suspender el crecimiento de las plantaciones de esta especie, y pensar en un modelo de producción agropecuaria más adecuado a las condiciones ambientales del sureste mexicano, como una medida de adaptación al cambio climático.

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