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del

Ricardo López Santillán*
Foto: Presidencia
La Jornada Maya

Jueves 5 de diciembre, 2019

El primero de diciembre de 2018, Andrés Manuel López Obrador tomó protesta como presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. El momento, por distintas razones, fue emotivo para el país entero. Sus detractores lo consideraron (y siguen abonando a ello) como una afrenta, como una equivocación del voto popular, incluso como una anomalía histórica. Ese encono, por cuestiones ideológicas y personales, difícilmente lo lograrán superar. Para sus simpatizantes fue un momento de reivindicación y de júbilo. Esa alegría justificada, pero ingenua, irremediablemente, habrá de atemperarse. A nosotros los escépticos irredentos, paradójicamente, nos despertó algunas expectativas.

Como siempre sucede en cualquier mandato o ámbito del acontecer humano, y considerando todos los déficits acumulados en el país, este primer año de gobierno está lleno de claroscuros, como era de suponerse; pero, contrario a lo que el público lector pudiera imaginar, en estas líneas no haré un balance del gobierno en funciones, sólo me referiré a una decisión en específico: abrir Los Pinos al público.

Este gesto unilateral de autoridad, cargado de simbolismos, fue una de las primeras decisiones del Presidente en funciones (quizá la primera con gran eco mediático, al tiempo, casi simultáneo, de la toma de protesta). El presidente determinó vivir en Palacio Nacional y convertir la otrora residencia oficial en un centro cultural. Frente a esto, mi primera reacción fue de suspicacia. Pasaron por mi mente los desplantes que caracterizan el actuar del primer mandatario. Pensé de inmediato que el Presidente quería equipararse al general Lázaro Cárdenas del Río, quien decidió convertir el Palacio de Chapultepec en el Museo Nacional y mudarse, también dentro del mismo bosque, a lo que en su momento fue el Rancho La Hormiga.


[b]Emulación[/b]

Aunque sea por emulación a un referente histórico de la izquierda mexicana o por el sólo deseo egocéntrico de dejar su huella en la historia nacional, luego de la visita, estoy cierto que fue una decisión acertadísima. Como sociólogo formado en la FCPyS de la UNAM no podía quedarme con la pura reseña que de este suceso han hecho los distintos medios de comunicación. Tal como lo mandan los cánones de mi disciplina, en cuanto tuve oportunidad de viajar a Ciudad de México, una actividad lúdica que me permití fue atestiguar de primera mano que, más allá de la retórica oficial, la decisión presidencial de convertir Los Pinos en un recinto cultural si hiciera sentido.

Después de mi primera visita puedo afirmar que se trata de una parada obligada para cualquiera que viaje a la capital del país. Se trata de una experiencia muy enriquecedora que toma un par de horas.

A mi juicio, hay muchos motivos para hacer el recorrido. El primero, obviamente tiene carácter político. Me pareció una gran oportunidad conocer este lugar que durante sexenios sólo recibía al dos por ciento de la población nacional, aquella que se encargó de tomar las decisiones. Los Pinos fue durante décadas un lugar al que sólo podían acceder los miembros de la nomenclatura del Estado mexicano, los grupos empresariales con sus guaruras o la poca gente que por alguna razón tiene la prerrogativa de tratar con presidentes o secretarios de estado.

Estimo que, para cualquier espíritu demócrata, convertir un gueto de privilegios -con la opulencia que le caracterizó-, en un espacio para el disfrute de la población, es un logro de la razón republicana.


[b]Estilo personal de gobernar[/b]

Tratándose de un espacio cultural, como a menudo sucede con los museos en México, apela a aspectos relativos a la historia. Sin lugar a dudas es una muy reveladora y resumida clase de la historia del Estado Mexicano desde el segundo tercio del siglo XX, hasta los primeros años del siglo XXI. En el pasillo de los jardines de entrada se ven las esculturas de cuerpo completo de los distintos presidentes de México (desde Cárdenas a Peña Nieto). En otro pedazo de jardín están algunos referentes de la democratización en México, distinguidos militantes de la oposición, tanto de izquierda, como de derecha. Los diversos edificios que conforman el entorno conservan mucho mobiliario original, el cual también sirve para atestiguar los estilos personales de varios de los que ahí residieron, en específico, en lo relativo a la forma usar el espacio: bibliotecas, salas de juntas (la de Calderón, con mobiliario muy moderno, está en el sótano y con muros insonorizados), escritorios, recibidores. Todo muy elocuente y revelador. Es como leer en los muebles y su disposición [i]El estilo personal de gobernar[/i] de Daniel Cosío Villegas.

En cuanto a la experiencia estética, el sólo hecho de entrar en una tarde otoñal al bosque de Chapultepec es una delicia para los sentidos.

Los jardines y edificios del complejo, ni se diga. La colección principal recoge trabajos de varios de los más reconocidos artistas del país: Sylvia Ordoñez, Cauduro, Toledo, Julio Galán, Felguérez, Gerzso, Cordelia Urueta, entre los que recuerdo. También hay varias exposiciones de arte popular. La lógica es más que obvia, rescatar lo que los artistas hacen, muchos de ellos en cerámica, en esa artesanía que no es arte menor, sino obra con reconocimiento mundial. La alegoría de lo que hace el pueblo es evidente y se recoge en una alusión a Rufino Tamayo.

También están las colecciones y exposiciones temporales. Me tocó una del espíritu libertario de 1968 que tiene sus inicios en otras luchas sociales, como la de los ferrocarrileros.

Podría extenderme mucho más, pero prefiero concluir estas líneas destacando que constaté que la idea de abrir el recinto al público fue acertada y que la Secretaría de Cultura hizo bien su chamba, al menos en este así llamado Centro Cultural Los Pinos. Hay que visitarlo.

*investigador de la UNAM, adscrito al CEPHCIS

Mérida, Yucatán
[b][email protected][/b]


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