José Ramón Enríquez
Foto: Sara Krulwich
La Jornada Maya
Miércoles 31 de julio, 2019
No creo, de haberlo conocido, que me hubiera atrevido siquiera a acercarme. Me llevaba doce años de edad y físicamente era completamente opuesto a mí. Allá por los sesentas en San Francisco era una especie de hell angel, recargado en su amada motocicleta, barbudo, peludo, tímido a su manera pero capaz de superarlo y hacer conversación. Nadie podría pensar que fuera también un genio y uno de esos seres entrañables a los que uno puede llamar mi buen amigo.
Pero eso era, un genio entrañable, y hasta la fecha sigo siendo buen amigo suyo aunque nunca lo conocí y sólo lo he visto en fotos. Murió hace cuatro años y, a pesar de ello, lo visito con frecuencia porque su brillantez, su urgencia de expresión y su capacidad de comprensión siguen idénticas. Como escritor siempre tuvo la generosidad para volver inteligible, aun para los completamente legos como soy, algo tan difícil como la neurología. Ser no sólo claro, nítido, sino indispensable para la profunda comprensión de quiénes somos y qué suele fallar muy dentro nuestro.
Incluso cuando no tiene respuestas definitivas, porque la ciencia es un proceso inacabado, su conversación ilumina e impulsa.
En cierta manera coincidimos en el tiempo real porque cuando Oliver Sacks era ya un neurólogo que empezaba a estudiar las cefaleas, era yo un niño que las sufría. Pero habrían de pasar muchas décadas de incomprensión (tanto mía como de mi entorno) y sufrimiento antes de que me encontrara con un libro suyo que ya es literalmente de cabecera, [i]Migraña[/i] (Anagrama), con él continúo dialogando casi a diario. Me preocupa, me serena, me cuestiona y me comprende, todo a un tiempo como hacen los buenos amigos.
Ni siquiera me satisfacen otros libros como el espléndido [i]Migraña en racimos[/i] de Francisco Hinojosa porque su dolencia es muy diferente a la mía. Pero Oliver Sacks sí la describe tal cual es en su obra e incluso logra que un paciente dibuje la misma alucinación aterradora que he sufrido desde niño. Sólo por ese momento que permitió reconocerme en alguien fuera de mí le estoy profundamente agradecido y allí se finca nuestra amistad.
Su primer libro fue [i]Migraña[/i] porque él mismo la sufría y en su libro póstumo [i]El río de la conciencia[/i] (Anagrama, 2019) vuelve sobre la migraña para concluirlo con un capítulo sobre el escotoma un fenómeno cuyo descubrimiento me significó una verdadera epifanía. Se trata de un punto negro en la mirada, una pérdida de la visión que precede al ataque de migraña: va ocupando todo el campo visual y pude llegar aun al derrumbe y la convulsión. En su libro póstumo, metafóricamente, lleva el escotoma a otros terrenos del saber humano.
Siempre continúan los momentos de su razón en la clave bergsoniana del pensamiento como suma de intuiciones o “mecanismo cinematográfico”. A Oliver Sacks, como al cine, se puede acceder una y otra vez porque es una suma de intuiciones que han alcanzado el constante movimiento. Y cumple con aquello que pedía Emmanuel Carrère: “Los escritores que me gustan son aquellos cuya voz tengo la impresión de oír, los que, al leerlos, me parece que me hablan”.
Sacks escribió [i]Gratitud[/i] como su último libro pero antes ya había escrito la historia de su vida, En movimiento, y todavía quiso dejarnos otro más que encargó a unos discípulos tras haber terminado de perfilarlo él mismo dos semanas antes de su muerte: [i]El río de la conciencia[/i]. Pero sus alumnos han recogido artículos y ensayos sueltos para publicar otro libro con el cual no he tenido oportunidad de dialogar, pero al que llegaré en cuanto pueda encontrarlo para seguir la conversación con este barbudo generoso, buen amigo.
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