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Jhonny Brea
La Jornada Maya

Viernes 24 de mayo, 2019

Cada quién tiene sus manías estacionales. La mía en este momento son los árboles de ciricote. No sé si me alegran, me dan envidia o pena, pero recorro la ciudad –en horarios convenientes para ello, por supuesto, porque con estos calores se debería instaurar el homeworking o una contingencia ambiental por altas temperaturas que tenga como medida que nadie salga de su casa. No estaría mal: volveríamos a esa época civilizada en la que uno interrumpía la jornada a las 12 del día hora real, no de verano; entraba a la cantina por dos cristalitos de cerveza de a de veras, iba a su casa a comer, se podía platicar con la esposa y los niños que ya habían salido de la escuela, tomar una siesta en la hamaca, y regresar al trabajo a eso de las 16 horas.

Bueno, ya me desvié. Les contaba que ando en busca de árboles de ciricote… Está bien, lo admito: no son los árboles sino sus frutos, que en esta época están más que amarillos. Sólo que parece que hay muy poca gente dispuesta a aprovecharlos. En varios lugares los he visto caídos en la acera o el pavimento, y eso duele porque es un desperdicio hasta de dinero.

Nada más porque no voy armado con mi bajador no he hecho dulce. Se podrán imaginar que estoy poch de pedir permiso en alguna casa de la García Ginerés, la Alemán o Itzimná, o hasta de quedarme un rato en el camellón de la avenida García Lavín para bajar suficientes frutos como para llenar un huacal. Lo único malo de esta última locación, aunque es la más cercana a [i]La Jornada Maya[/i], es que resulta más fácil entrar a la estadística de atropellados o que me filmen en el C4 y termine detenido por actividad sospechosa. Ya veré cómo lo resuelvo y a quién le pido permiso para cosechar su árbol, pero mientras ya tengo lavadas mis ollas y unos cuantos frascos para empomar. Ustedes saben, las labores propias de mi sexo.

Tener unos cuantos pomos de dulce de ciricote es, literalmente, tener un tesoro. Por supuesto que hacerles sus cortes, cocerlos y además preparar el almíbar es un trabajo que acalora bastante. Es una tarea que exige todo el aplomo que un macho omega grasa en pecho, espalda peluda, nalga de pomada, abdomen de lavadora y bebedor de cerveza light es capaz de dar. Pero si además a uno lo mueve el incentivo del ahorro, mejor aún.

Digo, no sé ustedes pero que conste que se los advertí: la naranja agria ahorita está a 10 pesos por tres frutos que o están quemados o tienen muy poco jugo. En cambio, en casa todavía tengo seis litros de jugo congelado; suficiente para la siguiente cosecha, aunque mi mata sigue tan agradecida que cada semana me da dos naranjas. Así, con gusto me vuelvo a asolear y espinar. En el caso del ciricote, les reto a que consigan el dulce por menos de un peso cada fruto. Es más, primero es encontrar dónde hay, porque a pesar de que ya se le puede considerar platillo gourmet, ¡ni con Pedro Evia o David Cetina se los preparan!

Es una lástima que no se pueda plantar ciricotes en las casas de chiquilotes a las que hace tiempo nos condenaron autoridades y desarrolladores. Pensar que sus hojas pueden emplearse para lavar platos y ollas tranquilamente, y que su madera es tan hermosa que se usa para diapasones de guitarras. No olvidemos, por supuesto, la sombra que proporcionan.

[b]Macho omega que se respeta[/b]

En esta época en la que hasta el gobierno del estado garantiza el suministro de agua caliente sin necesidad de calentadores, ejercemos la virtud de la paciencia: el baño es con agua que se ha sacado previamente y lleva refrescándose por lo menos dos horas en la cubeta. Y la jícara es por ecológico, no por huiro.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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