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Mayo y junio no fueron meses de grandes batallas o decisiones visibles en la conquista de 1519. Los puntos de quiebre y no retorno vendrían hasta julio, tal como casi 500 años después ese sería el mes tradicional de las elecciones y la batalla final en las urnas. Ya le llegará su turno a esa crónica. 

Es cierto que en el horizonte ya se dibuja el hundimiento de los barcos, una saga que después se convertiría en la versión más dramática de “la quema de las naves”, pero ese punto culminante estaba en proceso de incubación. Se preparaba, poco a poco, el inicio de la expedición tierra adentro de un ejército mestizo en números, todavía no en sangre, que saldría a los caminos para rebelarse contra Tenochtitlán y, simultáneamente, conquistar México; sin embargo, eso sería en agosto.

En mayo y junio que es lo que ocupa estas líneas, Cortés acomoda lentamente sus piezas, reúne víveres, cocina a fuego lento intrigas entre los ibéricos, mide sus fuerzas militares y políticas, reflexiona sobre las cartas que muy pronto empezará a escribir a su monarca Carlos I (nuestro chocolatero Carlos V) y empieza a ver frente a él un territorio nativo fragmentado en lo cultural y lo religioso, uno que le da oportunidades de avanzar en su aventura. 

Doña Marina, por su parte, perfecciona su español y muy pronto ya no necesitará la ayuda de nadie para interactuar directamente con el capitán general de la conquista. Los principales comandantes españoles acumulan oro y empiezan a crear reservas de ese amarillo metal, mismas que les serán estratégicas cuando otros españoles vengan a querer detenerlos y someterlos. Los expedicionarios, especialmente Pedro de Alvarado, sondean el terreno y se dan cuenta que más allá de la costa hay un imperio muy rico y odiado, uno que parece fruta madura para ser cosechado sin mayores consideraciones. 

Mientras Hernán Cortés y sus compañeros de aventura aprenden y comprenden, Tenochtitlán duda, agoniza y enreda cualquier respuesta eficaz ante la amenaza de hombres barbados y una mujer políglota. Esa amenaza ya tiene, en mayo de 1519, una base de operaciones en una ciudad llamada la Villa Rica de la Vera Cruz; sin embargo, en la ciudad en medio del lago no pueden ni siquiera ponerse de acuerdo sobre quién es el enemigo que enfrentan. Lo mismo ocurrirá en la conquista de 500 años después. 

¿Quién es Hernán Cortés? ¿A qué vienen los españoles? ¿Son de este mundo? Esas son las preguntas que quitan la tranquilidad y la claridad, por lo menos, a Moctezuma Xocoyotzin, el Huey Tlatoani. La pregunta no es ridícula y Moctezuma no era un inepto. Si hoy arribaran naves extraterrestres a nuestras costas -a cualquier costa de cualquier país- nos haríamos preguntas muy similares: ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Viene en ánimo de paz o de conquista? ¿Queremos que se queden o se vayan? ¿Podemos enfrentarlos o mejor nos rendimos sin siquiera intentarlo?

El consejo supremo de los mexicas, reunido en la Casa de los Caballeros Águila, intenta contestar esas preguntas. Algunos jóvenes militares proponen que los extraños no son sino simples invasores que deben ser exterminados por la fuerza; tal vez como hoy algún imprudente general sugeriría atacar con un arma nuclear a un invasor espacial, sin pensar mucho en las apocalípticas consecuencias. Sin embargo, el reporte de los emisarios que habían visto los cañones españoles rugir y sentido el temblar de la tierra bajo una carga de los 14 jinetes de la caballería peninsular, hacían imprudente esa ruta. 

La idea de que los extraños fueran dioses era también una posibilidad. La oposición absoluta de Cortés a los sacrificios humanos, hacia recordar la identidad de Quetzalcóatl, que para agravar las cosas había prometido regresar a recuperar su reino. Los colores azules del estandarte personal de Cortés podían apuntar a que quien regresaba era Huitzilopochtli, lo cual coincidiría con el negro augurio de un incendio que destruyó el techo del santuario de este dios supremo de los mexicas en años previos. Esas reflexiones no eran primitivismo civilizatorio. 

En el legendario texto de ciencia ficción El fin de la infancia, Arthur C. Clarke explora cómo una civilización moderna descubre que la mitología cristiana (especialmente sobre el infierno y el demonio) está construida sobre una vieja memoria y lo terrible que resulta descubrir ese hecho. Sobran las películas contemporáneas en las que se explora cómo antiguos exploradores de otros planetas, se convirtieron en dioses a través de mitos y textos religiosos. Los aztecas recorrieron ese camino sociológico no en la ficción, sino en la brutal realidad y nosotros no podemos decir -con absoluta certeza- que nunca lo recorreremos a una nueva y gran escala. 

Sin embargo, regresemos a la Casa de los Caballeros Águila en aquel mayo de 1519, cuando la opinión de Cuitláhuac, hermano y eventual sucesor de Moctezuma, se impone. No debe permitirse que los extranjeros lleguen a Tenochtitlán. No puede permitirse que quien quiera quitarte tu casa, humano o dios, entre en ella, es lo mínimo que exige la precaución. A los españoles habrá que darles lo que sea, pero no dejarlos aproximarse; la estrategia es saciarlos de riquezas y regalos para que se vayan. 

La estrategia de saciar el deseo por oro con más regalos de oro, resultará un suicidio. Entregar riquezas a los ibéricos no va a colmar su apetito, sino acrecentarlo. Este error de apreciación no será único de los mexicas. El Imperio Chino en sus primeros encuentros hostiles con el mundo europeo ya en actitud expansionista, optará por la misma estrategia; pensando que los occidentales tienen un límite en sus ambiciones y las consecuencias serán similares a las vividas en Mesoamérica. 

El siempre querer más y más, sin importar el costo, algo que hoy nos consume como sociedad y como planeta, había llegado a Veracruz y se extendería como incendio en época de sequía. El dios del consumo llegó en barco de vela, así hoy prospere en redes sociales. 

Tenochtitlán decide esconderse y tratar de escabullirse. Da regalos y víveres. Cortesías y amenazas suaves es su estrategia. Describir el camino desde la costa hasta el Valle de México como imposible e intransitable, además de mandar a sus mejores brujos para neutralizar en lo espiritual armaduras y caballos, son las mejores armas que se les ocurren a quienes comandan las fuerzas mexicas. Cuando los aztecas todavía tenían los números y la fuerza de su parte, deciden no hacer nada; cuando recurran a sus números y fuerza ya no podrán hacer nada. 

Pero no los critiquemos con dureza. Nuestra situación 500 años después es la misma. ¿Cómo es él? ¿Cómo nos enamoró? ¿Cómo se lo llevó todo en julio? Las señales del nuevo conquistador son también confusas. Su escudo nos dice que es muchos dioses y héroes, y nos da a cada quien lo que queremos escuchar y ver, así él avanza y avanza. 

En su estandarte aparece Morelos, pero José María Teclo Morelos Pérez y Pavón respetó al Congreso como el más sagrado de los dogmas, poniendo en riesgo su autoridad y estrategia militar. Morelos perdió la guerra, antes que perder su respeto por la división de poderes. El nuevo conquistador ha estado muy lejos de esa posición. 

Está también Hidalgo en el estandarte, pero nuestro patriótico sacerdote se caracterizó por la prudencia a ultranza. Después de su triunfo en el Monte de las Cruces, que no es otro cerro sino el cerro de La Marquesa, donde hoy se comen quesadillas y antojitos mexiquenses a unos pasos de la Ciudad de México, Hidalgo decidió no tomar la capital -y probablemente ganar la guerra de forma relámpago- por miedo a saqueos y violencia en la capital. Sería inconcebible ver al nuevo conquistador tener esas prudencias, pero Hidalgo está ahí como una de sus almas reencarnadas en el escudo de gobierno. 

Están también Madero, Cárdenas y Juárez y simplemente no sabemos cómo será él. Tendremos que sentarnos a desmenuzar ese estandarte con sumo cuidado para entenderlo, porque sí hay respuestas y profecías en la identidad visual del Gobierno de México, para todos los que quieran buscarlas entre el mito y la leyenda. Ya iremos a esa tarea 

Mientras tanto, estamos extraviados y esperando tantas y contradictoras cosas ¿Ha llegado un revolucionario, un restaurador, un visionario o un demoledor? ¿Ha llegado con ánimo vengativo, justiciero, refundador, de división o reencuentro? Sabemos muy poco. Por eso, la ahora destruida y exiliada élite de la Tenochtitlán tricolor y neoliberal, nunca pudo hacer nada. Es cierto que sus mejores cuadros habían estudiado en las mejores escuelas, pero ni ellos con sus libros y apuntes de Harvard, Oxford o Columbia -al igual que Moctezuma y Cuitláhuac hace 500 años- pudieron entender a qué se estaban enfrentado y qué podían o debían hacer. 

A todos les pasa. Sigue pasando. Moctezuma no fue un ejemplo patético, sino casi la normalidad histórica. Nosotros somos testigos en vida: es casi imposible triunfar frente a un enemigo o al lado de un añorado aliado, si simplemente no sabemos ¿cómo es él? 

*Analista y escritor, meridano.

Mérida, Yucatán
[email protected]


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