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Jazmín Sánchez Arceo e Ivet Reyes Maturano
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Lunes 25 de febrero, 2019

La materialización de más de 20 megaproyectos eólicos y fotovoltaicos en Yucatán, que en principio contribuirían a reducir los efectos del cambio climático, han sido desarrollados bajo modelos que faltan gravemente a la aplicación efectiva de herramientas reconocidas internacionalmente y consideradas en la legislación nacional. Estas herramientas procuran la sostenibilidad en el desarrollo, la vocación territorial y el cumplimiento de los derechos humanos y colectivos de sus habitantes.

En los últimos cuatro años se han otorgado permisos ambientales sin contar con una evaluación de los impactos socioambientales, acumulativos y sinérgicos, que en su conjunto tendrán a nivel regional, y sin que ninguna autoridad (federal o estatal), haya realizado un proceso de planeación estratégico y regional, tal como es una Evaluación Ambiental Estratégica (EAE), incumpliendo también una obligación legislativa nacional. Entre otras cosas, la EAE puede derivar en directrices útiles que permitan determinar la capacidad de carga socioambiental del territorio, así como los límites y las medidas de regulación y control para un desarrollo ordenado (ver La Jornada Maya del 5 de octubre de 2018).

Ante este desequilibrio, los proyectos derivados del modelo de Transición Energética (TE) en México, paradójicamente, ponen en riesgo los recursos naturales y el futuro sostenible de la región. Este es el caso que se observa con los parques eólicos de Dzilam o Tizimín, que fueron situados en áreas de importancia para las aves, y apenas en las afueras de la Reserva Estatal de Dzilam de Bravo y de la Reserva Especial de la Biósfera Ría Lagartos, ambas con humedales de importancia internacional y refugio de anidación del simbólico flamenco rosa en Yucatán. O como los parques solares en Muna, que tendrán que deforestar más de 600 hectáreas de selva baja en buen estado (más de medio millón de árboles) para la instalación de paneles solares.

[b]¿Cómo se descarriló la TE en México y en Yucatán?[/b]

La Reforma Energética aprobada en diciembre de 2013, definió el modelo mexicano de la Transición Energética, con un diseño y marco legal centrados en impulsar, desde la inversión privada, la generación de energía eléctrica “limpia”. Sin embargo, esta Reforma estuvo lejos de contar con una visión integral encaminada a un cambio estructural del sistema energético hacia otro más sostenible, equitativo, justo, eficiente y de consumo responsable. La prioridad giró en torno a la creación de un mercado económico mayorista, en donde la energía que se comercializa a supuestos precios competitivos favorece a las más grandes empresas y no necesariamente a los consumidores domésticos, ni a las pequeñas y medianas empresas.

Bajo este modelo, las llamadas Subastas de Largo Plazo han sido los instrumentos clave para la captación económica acelerada en megaproyectos de energía renovable, ya que a través de ellas la administración de Peña Nieto otorgó contratos de al menos 20 años a los grandes capitales como “oportunidad” para que desarrollen y financien en territorio mexicano sus centrales eléctricas. Tales subastas se enmarcan con base en reglas técnico-económicas, sin considerar los contextos sociales, ambientales y culturales de las diferentes regiones del país. Como resultado, se autoriza un buen número de megaproyectos en zonas con alto potencial energético, pero también en zonas ecológicamente sensibles y territorios indígenas. Así fue que en marzo de 2016, con tan sólo la primera subasta realizada en la historia de México, la mitad de los contratos otorgados aterrizaron en Yucatán, ante la sorpresa y desconocimiento de la región, de sus comunidades e incluso de los gobiernos estatal y municipal.

Si bien la idea de precios bajos es atractiva para todos, también sabemos que tiene sus restricciones, y al final lo barato resulta más caro: así, el modelo de la TE que prevalece en México buscó atraer la inversión de los grandes capitales privados a un nuevo mercado energético, pero sin contemplar los costos que una planeación no integrada ni estratégica cobrarán a la sostenibilidad de los territorios y a sus poblaciones locales.

Este descarrile va más allá que el enfoque de la TE se haya reducido en gran medida a un tema económico, donde el negocio es de los grandes capitales; lo preocupante es que, de atender la TE como una necesidad global y no direccionarla a su vocación original, se alejará cada vez más de su potencialidad de incidir en un verdadero desarrollo sostenible en México.

De continuar el mismo modelo, seguirán comprometiéndose recursos naturales locales y regionales, rompiendo el tejido social y violando los derechos de las comunidades locales e indígenas, a través de un supuesto avance ágil de megaproyectos como los que se viven en Yucatán, inmersos en un mecanismo de otorgamiento de permisos, seriamente cuestionables por su falta de transparencia, pobre rigor científico y bajo nivel de cumplimiento a los estándares internacionales.

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