de

del

José Luis Preciado
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Domingo 27 de enero, 2019

Cuando niño, debí haber matado a mi abuelo. Tenía muchos motivos; todo empezaba muy de madrugada, cuando ni siquiera había comenzado a amanecer, la hora cumbre del sueño. Allí en ese bello instante de la sonrisa y los sueños húmedos, venía la interrupción, una pesada bota embarrada de estiércol de vaca se estrellaba sobre nuestra humanidad, había que levantarse a la ordeña. Las vacas cargadas de leche querían su pasto y a cambio nos daban su leche; los puercos no paraban de molestar con su eterna hambre, las gallinas pedían alimento, aquello era un mercado de animales. La joda comenzaba desde las cinco de la mañana y nos daban la siete todavía en el trajín; una vez superada la faena, venía un rico café de olla, huevos, frijol, tortilla recién aplaudida, salsa picante y eventualmente un plátano, luego a correr a la escuela.

Debí haber matado a mi abuelo cuando tenía tantos motivos. Al salir de la escuela, teníamos que correr a casa: tarea, comida, todo encima de la mesa y se nos bajaba la barriga trepado en el asno o la mula rumbo a la siembra o cosecha según la temporada. Volvíamos arrastrando los pies, haciendo un parada técnica en la cocina y de allí derechito a la cama. La historia se repetía hasta el sábado y el domingo trabajábamos sólo medio día; la razón, decía el abuelo, era que también los domingos tragábamos.

Transcurrió la infancia, adolescencia y las ganas de matar al abuelo se transformaron en agradecimiento. Por la edad no comprendíamos que nos enseñaba a defendernos y a mostrarnos la realidad de la vida. Nos guió en los caminos escarpados del campo, donde había que partirse el lomo de sol a sol. Ahora, con estos nuevos empleos, la competencia es universal; se da con todos los habitantes del mundo. Supongo que en otros países también habrá niños que hayan querido matar a su abuelo; ahora son nuestros competidores en todas las facetas laborales.

Toda esa historia fue real: las vacas, los cerdos, las gallinas, los asnos y caballos, mulas y los bueyes que jalaban el arado, la tierra seca y cuarteada, los granos de maíz que muchas veces no germinan, la lucha contra las plagas, la falta de lluvia, el exceso de agua...todo los aprendimos de niños. Incluso aprendí a jinetear toros con muy malas experiencias y muescas en el cuerpo, éstas me enseñaron que la vida es dura, algunas veces amarga y otras más dolorosa. Ser pobre en campo mexicano es partir de menos de cero en el conteo de la lucha social y de clases.

Gracias a Dios nunca maté al abuelo. Hoy a la distancia le agradezco la bota embarrada de mierda de vaca, los jalones de orejas, las regañadas y los desvelos; eso nos enseñó a ganarnos la vida con orgullo y cariño.

Hoy miro con tristeza que los planes del gobierno son de apoyos y subsidios, becas, precios de garantía, pero nada que llegue a fondo para ir desandando el camino nacional de ineficacias. Quizás el caso de la tercera edad es lo más sensato y correcto, eso no se discute; pero cuando me dicen que becarán a todos los jóvenes que ni quieren estudiar y ni quieren trabajar y a quienes nadie les ha preguntado qué es lo que quieren, allí es cuando pienso en el mal que les están haciendo. Muchos de ellos seguirán toda su vida con la mano extendida, se pueden convertir en zánganos que le costarán a sus familias y a su país.

Leí por allí:
¿Trabajas?: impuesto
¿Estudias?: impuesto
¿Heredas?: impuesto
¿Creas y produces?: impuesto
¿Vendes?: impuesto
¿Eres vago?: Bono


[b]Manos de seda[/b]

Olga Sánchez Cordero, secretaria de Gobernación, dice que no se va a reprimir, ni usar la fuerza pública contra nadie; aunque los maestros paren un tren de carga y dejen sin abasto a buena parte del país. Sánchez justifica la manifestación al asegurar que están en todo su derecho porque no les habían pagado sus sueldos. Todo se vale. No es buena señal. A ese punto se llega cuando se privilegia la vagancia por encima de la productividad. No conozco ningún país en el mundo que logre su prosperidad por esos caminos.

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