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José Juan Cervera
Foto: casadellibro.com
La Jornada Maya

Jueves 24 de enero, 2019

Para Ana María, por recibir con gozo el encanto narrativo de Andersen.

La vida de un escritor, cuando se da a la tarea de relatarla valiéndose de la palabra escrita, contiene una sazón que ningún biógrafo logra igualar, pese a la amenidad de su estilo y a la pericia de su técnica. El autor pone en juego sus recursos expresivos para recrear sentimientos con el tratamiento introspectivo de la experiencia, este don intransferible de nuestro inventario cotidiano. Una noción de semejante naturaleza la encarna con claridad admirable el libro [i]El cuento de mi vida[/i], de Hans Christian Andersen (1805-1875).

En esta obra, el escritor danés hace un recuento de los sinsabores y las alegrías que le deparó la existencia desde su humilde cuna en Odense como hijo de un zapatero, pasando a su etapa formativa como creador artístico hasta llegar a la merecida celebridad que los críticos le regatearon al inicio de su carrera.

Al calor de sus recuerdos, Andersen pondera el influjo del núcleo familiar en el despertar de su vocación literaria, la cual se gestó en los momentos en que su padre le leía libros clásicos y pasajes bíblicos; señala conmovido que únicamente lo veía sonreír cuando se entregaba al deleite de la lectura, porque la vida fue muy áspera con él. Al evocarlo, reconoce las cualidades de su alma de poeta. Murió cuando su hijo se aprestaba a descubrir el mundo.

Dos rasgos que figuran de manera constante en la autobiografía comentada aluden a la fe inquebrantable con que el autor exaltó la presencia de Dios en su vida y la admiración con que contemplaba a los seres de la naturaleza, fuerzas y criaturas que ocuparon siempre un lugar prominente en sus cuentos, como si hubiese logrado una conexión directa con ellos para fijar su esencia en sus historias inmarcesibles.

Sus reminiscencias subrayan su encuentro con personajes y sucesos a los que infundió nueva vida en el argumento de alguno de sus relatos, revelando así la profunda impresión que dejaron en él y en su voluntad de convertirlos en figuras entrañables que acompañan el desarrollo afectivo y el sentido estético de generaciones sucesivas, dispuestas a prodigarle admiración, como la que en su tiempo despertó en reyes e intelectuales lo mismo que en personas humildes, a quienes encantó con la fuerza amable de sus letras.

También manifiesta el fervor con que acogió el universo imaginativo de otros escritores que estimularon su experiencia de lector, y el modo como se relacionó con varios de ellos cuando las circunstancias le permitieron viajar, aquilatando la variedad de paisajes y costumbres que dan colorido a la inmensidad del mundo. Hace patente la emoción que experimentó al conocer a Heine y a Dickens, y la amargura que le causó no haber podido hacer lo mismo con Goethe porque en su primer viaje a Alemania dudó que aceptara recibirlo, y en el siguiente el excelso humanista ya había muerto. Al volver a encontrar al primero de ellos ya casado, éste lo presentó a su esposa como el autor de [i]El soldadito de plomo[/i]. A Dickens le dedicó un libro de cuentos en la Navidad de 1847.

Además del cuento abordó otros géneros, como la poesía, la novela y la dramaturgia. El espíritu que anima el conjunto de su obra exhalando ternura y fe en la humanidad es uno de los ingredientes básicos que lo han erigido en un clásico para gente de todas las edades, transmitiendo el encanto de una literatura que se preserva en la inmortalidad del arte más elevado.

Hans Christian Andersen, [i]El cuento de mi vida[/i]. La Habana, Editorial Gente Nueva, 1989, 174 pp.

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