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Felipe Escalante Tió
Foto: Archivo Felipe Escalante Tió
La Jornada Maya

Viernes 18 de enero, 2019

Aunque se repita una y otra vez al grado de convertir la frase en lugar común, la expresión es honesta: rendir homenaje a un familiar es difícil; más cuando se trata de un abuelo y sobre todo uno que fue querido y admirado a la vez. Felipe Escalante Ruz cumpliría, el próximo mes de octubre, sus primeros 101 años, por lo que la evocación que tiene lugar esta noche en el Centro Cultural ProHispen es momento para hablar de la obra que Don Pilito dejó en las personas cuyas vidas tocó al compartir sus conocimientos.

La evocación de hoy es más que nada a un maestro. El abuelo Pilo, por donde quiera que pasó, tuvo alumnos, y estos fuimos desde sus hijos y nietos hasta químicos, médicos, ingenieros, periodistas y una amplia gama de profesionales. Felipe Escalante Ruz fue colega de muchos, sí, y en más de una ocasión fue la persona de la que se requería la opinión para saber si se iba en la dirección apropiada, sobre todo al momento de escribir.

Esa fue la parte de su vida de la que me tocó ser testigo. A mi papá y mi tía Hilda les tocó verlo construir, les tocó la vida gitana que concluyó cuando ya estaban lograditos y al fin el abuelo pudo adquirir una casa propia, en la colonia Yucatán. Mientras, fueron cerca de 20 cambios de domicilio, sobre todo en el rumbo de Santiago.

Sin duda, el de hoy dista mucho de ser un evento académico. A pesar de que hay muchos que se identifican con orgullo, sacando el pecho, como sus alumnos (“fue mi maestro”, dicen hasta poniéndole un tono solemne a su voz), hasta el momento no ha habido quien se anime a revisar su obra, ya no digo la literaria, que es más anecdótica y costumbrista, sino la periodística. Me consta que hay quienes le profesaron un cariño enorme, que acudían a su casa a visitarlo para navidad o año nuevo cuando él había decidido pasar el resto de su vida recluido. Pero todavía no hemos encontrado a quien demuestre su admiración estudiando sus escritos y escribiendo.

Lo anterior quiere decir que yo pienso seriamente renunciar a la revisión de su obra, y obviamente al privilegio de la mirada histórica y familiar a la vez sobre la misma. Ya mi propia hija se impuso leer sus seis libros, pero una cosa es la lectura y otra escribir; y para hacerlo sobre don Pilito, entre nosotros aparece una tensión entre el sentimiento y la disciplina. Toda proporción guardada, porque hay mucha distancia de un caso al otro, supongo que algo parecido le ocurría a Octavio Paz cuando le hablaban de su abuelo don Irineo. Tuvo que irse hasta la India para quedar fuera de su sombra y brillar con luz propia.

Mientras, hay cosas que me hacen sentir privilegiado de ser uno de sus nietos, y por supuesto algunas de las que la impresión es únicamente mía.

La primera ya está esbozada líneas arriba: me tocaron los tiempos de cosecha, incluso me tocó ser testigo de su retorno a la Universidad y al servicio público, llamado primero por el rector Álvaro Mimenza Cuevas para ser el secretario general de la UADY, cargo en el que permaneció con su sucesor, Carlos Pasos Novelo, y un breve tiempo (el sesquienio de Federico Granja Ricalde) en el que estuvo siempre con Mimenza Cuevas en el entonces Instituto de Cultura de Yucatán. Al respecto, tiempo después me tocó escuchar a un director del ICY que ese año y medio fue el período en que más se hizo por los trabajadores. Es una pena que él, estando cinco años en el cargo, no haya intentado emularlo.

Me desvío. Fui testigo de una parte de su vida en la que enseñaba por gusto, no como su trabajo. Siempre había por ahí un taller de escritura y redacción para las secretarias y auxiliares administrativos de la UADY, que iba acompañado de recomendaciones de lecturas. Creo que ahí se formó una editora.

También, mi abuelo fue parte de mi formación sensorial. Entrar a su biblioteca –en las cuatro casas que le conocí– era tener preparado el olfato para diferenciar los olores de los libros: los viejos, los de edición rústica, los encuadernados, los recién salidos del empaque de plástico… y unos años más tarde encontrar una edición de las Obras Completas del Marqués de Sade. Tiempo después le regalé el primer tomo a un amigo, haciéndole las advertencias pertinentes. Por cierto, él tuvo que ir después a la Librería de Cristal para recoger el segundo tomo. Y los libros de mi abuelo están en la Biblioteca Central de la UADY, para favorecer el aprendizaje de los universitarios.

Sin embargo creo que mi mayor privilegio eran los domingos de marzo a julio, durante la temporada de beisbol. Esos días, después de mi respectivo partido en la Liga Yucatán, mi papá me conducía a casa de los abuelos. Entonces el abuelo instruía: “Mamá, dale una cerveza a este muchacho”, que en realidad era este rapaz un tanto deshidratado, caluroso, lleno de tierra, hambriento y urgido de una regadera. Por cierto, hoy las buenas conciencias se le irían encima al abuelo, pues por entonces tendría yo 11 o 12 años. ¡Corruptor de menores!

Pero después venía abordar un Atlantic azul cielo y dirigirnos al Centro, a recoger los pases de prensa. Luego, los reporteros del Diario de Yucatán (mi abuelo y creo recordar a Gaspar López Poveda que entonces hacía sus pinitos) y el Novedades abordaban la combi que conducía el del Diario del Sureste. Una vez en el Kukulcán, ya estaban ahí los cronistas de radio: Jorge Primo Abraham y Jorge Blanco Martínez George White, don Rodrigo Rodríguez Berzunza y don Carlos Castillo Barrio… entonces me tocaba guardar silencio y aprender de “los grandes”, desde que don Carlos decía al micrófono “Distinguida concurrencia, muy buenas tardes…”

Por supuesto, había momentos de vacile (¡y mucho!). A manera de trauma me quedó que un día no pude contestar quién era el nieto de Juan Brea. ¡Claro! ¡Jhonny no había nacido!

Y a todas éstas, recordando que en un momento de crisis fue el abuelo quien guió mi vocación por la historia, me queda la pregunta de cómo se habría llevado con Jhonny. Tal vez le reclamaría por qué no escribe de beisbol, pero ambos sabrían que están unidos por el sentido del humor.

*Discurso leído la noche del 17 de enero, en el Centro Cultural ProHispen, para homenajear al periodista Felipe Escalante Ruz.

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