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José Alberto Salazar Cardozo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Jueves 23 de noviembre, 2017

Nunca he ocultado mi desdén por los rankings. En particular, por aquellos que parten de criterios subjetivos para ser conformados. Criterios muchas veces desconocidos, como los de las mejores películas, libros, discos, obras de arte, etcétera.

Mi problema con ellos es porque pienso que son instrumentos ociosos cuya intención es hacer pasar opiniones, gustos personales e ideas parcializadas, en verdades unívocas e incuestionables. No se limitan sólo a transmitir información. Su intención es modificar opiniones sobre cierto aspecto y manipular las actitudes de su audiencia. Les resulta indiferente el hecho de que lo que digan sea verdadero o falso.

Harry G. Frankfurt, sostiene que la indiferencia a la verdad es una de las características principales de la charlatanería. Su postura era que los charlatanes, bullshitters como les llama, son impostores cuya única intención es persuadir a quienes los escuchan o leen a través de la manipulación de la verdad.

Con esto, él no pretendía abordar el intrincado debate sobre la distinción entre verdadero y falso, ni mucho menos hacer un esfuerzo serio por definir estos conceptos, su intención, en la cual coincido, era dejar claro que la indiferencia a la verdad es una característica indeseable y condenable, pues representa una amenaza “para el normal desarrollo de una vida civilizada”.

Justo ahora, las redes sociales se han inundado con un video que forma parte de la ya estéril y cansada disputa entre generaciones. El video ha sido compartido ad nauseam por jóvenes y adultos y se presenta como La verdad sobre los millennials. Es un extracto de una entrevista realizada a Simon Sinek, famoso escritor y motivador inglés, en la cual revela y analiza las características que componen al millennial y cómo éstas son la causa de que el joven de hoy sea inseguro, infeliz e incapaz de adaptarse al entorno laboral actual. Aparece como la revelación del por qué los millennials somos poco comprendidos en la actualidad, a consecuencia de nuestra estrecha relación con la tecnología y de “estrategias fallidas de enseñanza”.

Lo más lamentable de este debate, “temita” de las disputas generacionales, no es que se cuestione el actuar de los jóvenes con discursos que son poco originales y nada novedosos, ni que se pretenda manipular a las masas para hacer parecer a los millennials como una generación incomprendida y renuente a aceptar la realidad del mundo; sino que estos argumentos buscan invisibilizar una crítica que está más presente en el contexto millennial: la crítica al sistema y a los valores con los cuales se han regido nuestras sociedades.

En este contexto, lo que aquí me interesa argumentar es que el motivo de discusión y críticas hacia las generaciones jóvenes es porque existe una incompatibilidad entre los valores con los cuales las sociedades se han formado y los contextos actuales en que viven los jóvenes. Lo que hoy se cuestiona como una crisis de valores morales en la juventud en realidad es una sustitución de valores que busca dar cabida a nuevos hechos y nuevas realidades a las que hoy nos enfrentamos.

Si hay algo que la historia nos ha enseñado es que el mundo social cambia constantemente. A consecuencia de profundas modificaciones culturales o hechos históricos trascendentales, las sociedades se transforman y modifican la manera en que concebían sus relaciones. Ello ha renovado nuestra modo de hacer política, nuestra relación con el trabajo, familia y escuela. Por ende, no debería ser extraño que todos estos cambios vengan acompañados de una nueva visión del mundo que dé cabida a estas transformaciones.

Sabemos que en cada época las sociedades establecen discursos acerca de lo que es correcto, pero que al mismo tiempo éstos no corresponden con la realidad colectiva. Las mayorías se erigen como consignatarias de los valores absolutos y buscan imponerlo a los demás, a veces sin éxito.

En su libro Metamorfosis de la cultura liberal, Lipovetsky advertía que en los jóvenes franceses de entonces el respeto por los principios morales había “perdido gran parte de su valor y de su legitimidad profunda”, pues les resultaba más importante la necesidad de esforzarse en los estudios para asegurar una buena profesión y el éxito profesional.

Fukuyama, en 1989, adelantaba que con el fin de la Guerra Fría no sólo se estaba en presencia de la culminación de un período específico de la posguerra, sino del fin de la historia como tal. Ello representaba para él, la finalización de la evolución ideológica de la humanidad y universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano, y aunque reconocía que este triunfo era fundamentalmente en la esfera de las ideas y conciencia, es decir, la victoria todavía era incompleta en la realidad, a la larga ese ideal democrático liberal terminaría imponiéndose en el mundo material.

Lo anterior refleja que la lucha contra los valores hegemónicos no es reciente. El discurso apocalíptico de la crisis de los valores siempre ha estado presente en nuestras sociedades y responde más a una necesidad por mantener un estatus de normalidad que por señalar la debacle de nuestra humanidad.
El siglo XX ha sido testigo de las atrocidades que se pueden cometer en defensa de esos valores que hoy muchos denominan como inmutables. El racismo, odio hacia la diversidad sexual y segregación en el espacio público de las personas con discapacidad, son sólo algunas de las consecuencias de que las sociedades no contemplen en su catálogo de valores las realidades de todos los que conformamos una comunidad. Claudio Magris lo explica de mejor manera:

La tolerancia y el diálogo presuponen un relativismo ético, contra la presunción de ser los únicos depositarios de un valor absoluto, que quien considera poseerlo le induce a imponerlo a los demás, a lo mejor hasta por su bien. En nombre de esta convicción se han cometido y se cometen atrocidades más horribles. Pero nos podemos encontrar en situaciones que impiden, moralmente, transigir y dialogar, tolerar. Cuando hace décadas, el primer estudiante negro obtuvo el derecho de asistir a la universidad en un estado norteamericano del Sur, esa decisión fue percibida como una ofensa a la cultura y a los valores propios por parte de la población blanca de ese estado. (…) En esta sociedad la tolerancia se distorsiona hasta dar en algo que se le parece mucho, pero que en realidad es su contrario: la indiferencia, como ha escrito Joseph Ramoneda, la intercambiabilidad de cualquier cosa por cualquier otra; el valor de cambio triunfa, incluso en las decisiones morales.

En México, hasta el 2011 con la reforma constitucional en materia de derechos humanos, entendimos que teníamos la responsabilidad de transformar la manera en que concebíamos la política y el derecho. Comprendimos que nuestro sistema de valores no hacía más que agudizar las desigualdades entre los ciudadanos y ampliar la segmentación de aquellos grupos que se consideraban fuera de la norma. Antes de eso, no reconocíamos que los valores morales que motivaron la creación de leyes y políticas públicas estaban generando graves violaciones a derechos humanos y propiciaban la discriminación de muchos sectores sociales.

Hoy la lucha está emprendida. Cada vez son más las victorias ganadas de los grupos que buscan el reconocimiento y la aceptación de su realidad. Hoy, en su mayoría, son los jóvenes quienes abanderan las causas que buscan la transformación de nuestro sistema de valores en uno que acepte la igualdad, diversidad, pluralismo y nuevas formas de familias.

De Thomas Kuhn, aprendimos que el progreso intelectual y científico consiste en la sustitución de un paradigma que ha perdido la capacidad para explicar hechos descubiertos recientemente, por uno nuevo que da cuenta de éstos de forma más satisfactoria.

Necesitamos que este nuevo paradigma tenga la capacidad de dialogar con todos los miembros de nuestra sociedad: iguales en derechos y en oportunidades para el florecimiento de nuestras vidas.

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