José Juan Cervera
Imagen tomada de la web
La Jornada Maya
Jueves 16 de noviembre, 2017
El recuerdo de Ralph Waldo Emerson brilla con la intensidad de su papel protagónico en el desarrollo del pensamiento filosófico del pueblo estadunidense durante el siglo XIX. Este legado se multiplicó en obras que expusieron valores trascendentes y fecundos, con sustento en una honda raíz inspiradora y persuasiva.
En [i]La conducta de la vida[/i] (1860), Emerson brinda el fruto de su reflexión en torno a ciertas ideas fundamentales que orientan el camino de un perfeccionamiento matizado por la sobriedad y la paciencia. El laconismo con que tituló cada uno de sus nueve capítulos trasluce su afán de explorar lo esencial en el terreno de lo práctico: Hado, Poder, Riqueza, Cultura, Comportamiento, Culto, Consideraciones tempestivas, Belleza, Ilusiones.
Incita a reconocer en los signos de la naturaleza el orden regulador de los impulsos vitales, con especial énfasis en los límites que ajustan la medida de su expansión. Cuando el discernimiento se afina moldeando el carácter, se hacen visibles nuevos vínculos entre las cosas, entre los objetos del mundo y el pensamiento que capta sus atributos hasta descorrer el velo de la belleza omnipresente.
Con su profusión de ejemplos, Emerson revela las fuentes que apoyan sus asertos, consecuencia del estudio sistemático de autores de todos los tiempos y del examen de hechos históricos, en cotejo con la propia vida. Junto a citas oportunas de poetas y prosistas, pone en evidencia su asimilación de disciplinas orientales que instan a vibrar en consonancia con el universo, y es así, por ejemplo, que alude con frecuencia al hinduismo.
Su concepción del poder se aparta de las groseras imágenes que hoy suelen formarse de él. La suya se relaciona con la iniciativa personal que absorbe el valor de los logros colectivos y tiende a concentrar sus esfuerzos en significados de plenitud. Es por ello que el entendimiento se fortalece, sin apenas advertirse, cuando recibe la discreta irrigación de manantiales de la más probada limpidez.
Cuando este pensador decimonónico acoge la noción de cultura en su acepción de proceso formativo, en continua aproximación a la universalidad, le asigna un papel de equilibrio y de mesura frente a cualquier tentativa de hacer del talento personal una fuente indiscriminada de vanidad y jactancia. Su concepto de la belleza concuerda con la sencillez, con la ausencia de elementos superfluos y con todo aquello que cumple con precisión el fin para el que fue hecho. La capacidad de reconocerla por medio de la inteligencia la convierte en un don muy preciado.
Uno de los motivos por los cuales las referencias de Emerson llegan más frecuentemente a nosotros a modo de aforismos es porque resulta fácil extraer de sus escritos enunciados que condensan sus cavilaciones, pero esto tendría que ser suficiente para mover a la búsqueda de los textos completos. Así puede notarse cuando a propósito de la riqueza afirma: “Rico es el que enriquece a los demás y pobre el que los empobrece”. O bien: “Es una buena cabeza la que sirve a los fines y gobierna a los medios”. Pero nada se compara con la oportunidad de captar el flujo de los razonamientos con que envuelve la pertinencia de sus frases.
El último capítulo de su libro tiene reminiscencias platónicas: atañe a los espejismos y mascaradas que empañan la existencia aunque otras veces la enaltecen. Es por ello que sugiere una jerarquía de lo ilusorio, en la cual las propias actitudes del sujeto predisponen la calidad del objeto observado. Como efecto de esto, la verdad puede ser expresada con tropos y la fascinación aumenta el bien anhelado.
Hoy la gente recibe la influencia de formas ilusorias diseñadas para empequeñecer y avasallar, para manipular y ablandar. Sus burdos eslabones inmovilizan el desarrollo ético y detienen su florecimiento en las relaciones humanas, para entronizar sus oropeles en la compulsión desgastante y en el regusto mezquino de la intrascendencia. Cada partícula que estrecha la percepción de las masas obtiene el beneplácito de los artífices del desaliento. Sacudirse estos lastres restaura el sentido de conductas de más noble composición axiológica.
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