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Giovana Jaspersen
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Viernes 3 de noviembre, 2017

En estos días no sabemos si despertamos en Jalisco o en la Comala de Rulfo; si andamos una avenida en Texcoco o el camino hacia el Mictlán. Se nos confunde Pomuch con Xibalbá; y todo huele a muerte, pero sin sangre.

Alimentamos a nuestros muertos y con ello trazamos la más profunda marca que nos une. Nada más seguro, ni más certero, nada más cercano. Hay quienes no tendrán ya ningún familiar vivo, pero ninguno que no tenga un muerto. Somos de donde están ellos. Un país de ombligos sepultados bajo tierra que se tejen en un lazo invisible, y año con año brotan, germinan, para volvernos a asir en una sola fiesta.

Se planta desde la Sierra Raramuri con un altar sobre cobija de lana; hasta la península de Yucatán, con su cruz verde, mitad ceiba y mitad credo. Atraviesa todos los tiempos, es permanencia y origen. Las ofrendas prehispánicas fueron bebida y alimento, obsequio y reconocimiento, marcas de ciclos y regresos, como lo son hoy. La muerte es tradición cambiante, mestiza y sincrética; a nadie importa el rostro que tenga pues puede tener todos y ninguno; la fiesta es democrática y generalizada, como morir. Es un continuo; cuando en marzo se cultiva cempasúchil para cosecharlo en octubre, se comienzan a levantar con ello las puertas de los altares michoacanos. Con cada pérdida y nostalgia del año, encuentran forma los recuerdos en los objetos y éstos se van distribuyendo en la superficie de un altar aún inexistente. La fiesta se construye en cada velatorio y en donde las cenizas encuentran su destino final; en cada despedida se inscribe un te estaré esperando, y con ello se marca ya un regreso. De la misma forma, cuando comienzan a bordarse flores y cavarse hornos, nos tejemos todos en la que probablemente sea nuestra urdimbre más sólida.

No se trata de nuestra relación con los muertos -y sí-, sino de la relación con la muerte. De cómo la portamos, sabemos y abstraemos, la usamos e incluso la mordemos, sabe dulce en la boca de algún niño por las calles. Nos vestimos de muerte, la descarnamos y aspiramos en el aire; pero también la dotamos de sexo y personalidad. En estos días anda y seduce por calzadas repletas de ánimas, la topamos de frente en la escalera del sitio menos pensado. Es compañera, certeza y consuelo, un camino largo -o no- repleto de flores amarillas, naranjas y moradas. Es humo. Es cálida, pues por momentos nos deja escuchar timbres de voz ya casi desconocidos.

Convertimos la muerte incluso en territorio, cada que un migrante forma un altar desde el rincón en que se encuentre y con ello hace suya, y de los suyos, la tierra a la que no pertenece.

Y así, estos días saben a masa de maíz, huelen a pib y nos recuerdan. Entre el humo de velas se dibujan las siluetas, recordamos gestos y facciones. Se limpian las casas, se pintan los muros, se espera y decora, se viste todo de ellos para honrar y celebrar la vida en la muerte. Se trata de la puesta en escena nacional, todos somos actores de la colorida representación. Sin paraísos ni infiernos, sin pecados ni pena. Es una abstracción, no hay dolor. Es la fiesta y el diálogo, la nostalgia dulzona de la partida y la vuelta. Decimos un te extraño a coro, con bebidas, alimentos y canciones.

Según Sabines “morir es estar en todas partes en secreto”, en estos días el secreto toma voz y canta, inunda todo y suena a vida. En nuestro país, la muerte es un espacio de unión, entre tantas separaciones. Por unos días todos encontramos un sitio para habitar en nuestro patrimonio y ser cultura.

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