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Yuriria Iturriaga
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Domingo 29 de octubre, 2017

Frente a un pedazo de pan recién salido del horno o a una tortilla de maíz inflándose sobre el comal, se despiertan en nosotros sinnúmero de sensaciones, es decir, señales enviadas al cerebro desde nuestros sentidos que nos permiten, antes que todo, identificar el uno o la otra como algo apetitoso, luego apreciar la temperatura y consistencia con el tacto digital y al contacto con la lengua, percibir casi simultáneamente su aroma al irlos acercando a la boca y, en fin, reconocer su respectivo único sabor, transmitido por las papilas gustativas. No faltará quien añada que el oído también participa, al escuchar la propia masticación de un pan crujiente o de una tostada de maíz, y no le faltará razón, pero aceptemos que no es éste el sentido que proporciona el mayor placer en el acto de comer.

Será tal vez por ello que los verdaderos actos gastronómicos no se limitan a la exquisitez de platillos y bebidas, sino que suelen ir acompañados de toda la belleza visual posible, puesta en el plato, la mesa y el entorno material, incluidos los atuendos de los comensales, pero también, y de manera fundamental, en la música, que nunca es cualquier composición sino, antaño, piezas compuestas especialmente para banquetes, o más tarde, para producir determinado ambiente emocional apto para redondear el placer de los otros sentidos.

En contraste, la música, que se basta a sí misma, es un placer que vamos postergando la mayoría, ya no se diga como acompañamiento de los demás sentidos, sino a fin de sustituirlos con ventaja, porque su predominancia puede hacernos olvidar nuestra materialidad y temporalidad. Ha de ser por ello que los más sensibles, entre los sensibles a la materia y el tiempo, los médicos, han dado muchos galenos compositores y ejecutantes, quienes encuentran en estas prodigiosas y generosas tareas la manera de tomar distancia del dolor y de compartir su efecto regenerador con los audio-espectadores.

Y elijo la palabra espectadores en vez de oyentes, porque el efecto sanador de la música se completa cuando se está presente en el espectáculo, solemne y emocionante, desde que cada ejecutante toma su lugar predeterminado en el conjunto, afinan sus instrumentos acordes al tono del primer violín, se levantan cuando entra su director y se preparan para obedecer la batuta, entregando al espectador-oyente la información subliminal con que identifica cuáles, cómo, desde dónde emiten sus voces particulares, pudiendo aislarlas o perderlas en el conjunto, con una rara alegría de descubrimiento, a la par que el cuerpo se sumerge en el inasible fenómeno de los sonidos puros. ¿Por qué nos damos tan poco, tan nunca, este prodigioso placer?

Tras varios años de no asistir a concierto clásico alguno, estuve en la maravillosa Sala Nezahualcóyotl de la UNAM la noche del Concierto del Día del Médico. La Orquesta Juvenil Universitaria Eduardo Mata, dirigida por Gustavo Ribero Webber, con Mariana Teresa Frenk, James Pulles y David Rodríguez al piano, las voces de Rogelio Marín y Betsabé Urdapilleta, con otros solistas, interpretaron catorce trozos escogidos de ocho médicos compositores, mexicanos por nacimiento o adopción, con que se ilustró el tema Los médicos y los músicos a 150 años de la restauración de la República. El más elegido fue Aniceto Ortega, cuya obra es fuente de estudios incansables del también músico y musicólogo Samuel Máynes Champion. A éste último se debe el rescate y reelaboración de la ópera Motecuhzoma II, con música de Antonio Vivaldi, así como la de la ópera Cuautemoctzin, de Aniceto Ortega. Aunque conozco en grabación partes de estas obras, espero no partir sin verlas montadas, pues representan un trabajo que no ha sido difundido como merece su calidad y las anécdotas históricas. Felizmente le fueron confiadas a Máynes la selección y coordinación del programa que nos permitió conocer piezas inéditas como la emocionante Marcha franco-mexicana, de Alfred Balbot (1827-1892), entre otras. Sí, no cabe duda, el papel sensitivo del oído se basta a sí mismo.

A mi padre, José E. Iturriaga, apasionado de la música clásica, sordo desde joven.

[i]Ciudad de México[/i]
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