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Cristina Pacheco
Foto: Víctor Camacho
La Jornada Maya

Domingo 22 de octubre, 2017

Con relativa frecuencia aparecen en los periódicos pequeñas historias reales que, sin tener afanes literarios, muchas veces alcanzan niveles de ficción. Perdidas entre noticias, declaraciones, boletines, fotografías, anuncios, campañas publicitarias, obituarios, edictos, premiaciones, carteleras, ofertas, esas narraciones ocupan un espacio muy breve: la ventana entreabierta por donde podemos mirar escenas de una realidad desconocida –tal vez ni siquiera imaginada– que también es parte de la nuestra. Hoy quiero referirme a uno de esos testimonios.

[b]I[/b]

Se desconoce el nombre del protagonista. Tiene aproximadamente cinco años de edad. Mide 109 centímetros de estatura, es de complexión regular y ojos claros; su cabello es castaño, abundante y corto. Tiene la dentadura completa, pero con una particularidad: los dientes frontales están muy separados.

Ese niño sin nombre se parece a muchos de su edad que tendrán un futuro. A él no lo aguarda ninguno: el 21 de septiembre lo encontraron solo, muerto, en una calle de la colonia Ampliación Selene (Tláhuac). Vestía chamara verde con capucha, pantalón beige y zapatos negros. Sin que hasta la fecha nadie lo haya reclamado, desde el 23 de septiembre su cuerpo yace en una fría gaveta del Instituto de Ciencias Forenses. Si alguien lo reconoce, acuda al Incifo. Hasta aquí la noticia.

[b]II[/b]

Desde que leí la historia he estado pensando en ese niño muerto, en opinión de los médicos forenses, por traumatismo craneoencefálico. El término, que sugiere dolor y violencia, es el punto final a una vida muy breve y la derrota de un cuerpo que alcanzó poco más de un metro de estatura. Nadie pudo evitarle ese destino al niño-muerto-solo-en la calle; nadie se opuso a que fuera conducido al Instituto de Ciencias Forenses, donde ocupa una gaveta bajo cero.

Enfrentada a una realidad pavorosa que me obsesiona, pensé que lo único posible era cambiarla, construirle al niño de la chamarra verde una vida mejor –a la que tenía derecho– en el mar de historias, donde todo es invención. Empecé por darle un nombre (Pablo), una familia (dos padres comerciantes, una hermana mayor que a veces lo pellizca y una abuela que le augura destino de viajero, según indican sus dientes separados.)

A Pablo lo inscribí en una escuela ("Sombrita") El primer día de clases, para quitarle la angustia de la separación, lo acompañaron su madre y su abuela. Juntas trataron de darle ánimos, le enjugaron las lágrimas, le dijeron que regresarían por él en un ratito, que no tuviera miedo, porque además no iba a estar solo. [i]Miss[/i] Rosy, experta en situaciones semejantes, tomó cartas en el asunto: tranquila y con su voz más dulce, le aseguró a su nuevo alumno que la escuela era muy divertida y a la hora del recreo podría jugar con otros niños de su edad, que pronto iban a ser sus amiguitos.

Pablo, frotándose los ojos irritados, preguntó si podría invitarlos a su cumpleaños. La abuela se apresuró a contestarle que sí, que los invitara a todos para que comieran pastel, tomaran refrescos y se divirtieran viendo a su tío Remy haciéndola de payaso. Para mayor dicha de Pablo, la madre prometió que le regalaría la chamarra verde y los tenis con luces en las suelas que tanto le gustaron cuando los vio en el tianguis.

Feliz, sonriente, seguro de ser querido, Pablo se dejó conducir al salón de clase por [i]miss[/i] Rosy. En los días sucesivos hablará tanto de ella que su hermana Jade, por molestarlo y en tono de burla, los domingos le dirá a la familia reunida que su hermano tiene novia.

[b]IV[/b]

Por el resto de su vida Pablo recordará que debido al terremoto del l9 de septiembre de 2017, su cumpleaños se pospuso, tuvieron que mudarse a la casa de su tía Josefina; que él y su hermana dejaron de ir a la escuela durante varios meses porque el edificio de "Sombrita" había quedado en malas condiciones.

Recordará también que, a causa del temblor, su tío Remy se dedicó a actuar como payaso en los albergues donde había niños; que su abuela regaló toda la ropa que guardaba como recuerdo de su hijo mayor, Daniel, muerto en un accidente de trabajo; que su madre, cada vez que circulaba por la calle un camión pesado que causaba vibraciones, corría a abrazarlos a él y Jade.

Llegó el día en que todo se normalizó. Pablo regresó con su familia a su antiguo departamento. Su padre y su madre volvieron a trabajar en la cremería y al fin le celebraron su quinto cumpleaños. Hubo pastel, refrescos y regalos para el festejado. Al despedirse su abuela, otra vez, le vaticinó destino de viajero.

[b]V[/b]

Debo resumir: en mi historia Pablo vive muchos años. Tiene profesión, amores, amigos; con el tiempo, también esposa e hijos –el mayor heredará su nombre y el cabello castaño y rizado. Aunque quiera, no puedo evitarle a Pablo decepciones ni malos momentos. Me conformo con haberlo salvado de morir a los cinco años de edad, solo, en una calle de la colonia Ampliación Selene, como le ocurrió al niño de la chamarra verde. "Si alguien lo reconoce..."

[i]Ciudad de México[/i]


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