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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 20 de octubre, 2017

No quiero hablar sobre Harvey Weinstein. ¿Para qué? ¿Qué podría decir? ¿Que el hombre es un cerdo? ¿Que merece todo lo que ha sufrido desde que las mujeres a las que se supone que acosó levantaron la voz para denunciarlo y mucho más? Solo enfatizaría lo que es obvio. De modo que no contribuiré a que desperdicien la energía de sus retinas. Pero de lo que sí deseo hablar es acerca de cómo, a estas alturas, me sorprende, me asombra y me pone en shock que a todos les sorprenda, les asombre y les ponga en shock. Me impacta que les impacte. Me desconcierta que les desconcierte. Incluso me escandaliza que les escandalice. No porque no considere que está mal (lo está), sino debido a que, a juzgar por la clase de reacción y de cobertura que ha suscitado, pareciera que estamos hablando de algo nuevo. De algo que no siempre fue exactamente así. En otras palabras, tal pareciera que estamos hablando y reaccionando como si Hollywood hubiese sido alguna vez una ciudad inocente.

La Real Academia de la Lengua Española define a la inocencia como aquel “estado del alma exenta de culpa en un crimen o una mala acción”. Sin embargo, haría falta ser muy ingenuo, ignorante, o ambas cosas, para creer que los pioneros que llegaron a principios del Siglo XX para establecerse en lo que entonces solo era un pequeño poblado de California nombrado en honor a un rancho de los alrededores (Hollywood significa “bosque de acebos”) pondrían la primera piedra del imperio sin ensuciarse las manos. Los orígenes de la “meca del cine” ocultan muchos esqueletos. Algunos literalmente. Entre ellos, Thomas Harper Ince; a quien debemos innovaciones como la incorporación del guion de rodaje. Se cuenta que Ince murió en 1924 a raíz de una bala disparada por el magnate de la prensa William Randolph Hearst. Al día siguiente, los periódicos propiedad de Hearst atribuyeron el fallecimiento a un ataque cardiaco. Por otro lado, si se desea hablar de depredadores sexuales de la “vieja escuela”, aparentemente basta con voltear a ver a Louis B. Mayer. Junto con los musicales que tanto prestigio le procuraron, se dice que el co-fundador de Metro Goldwin Mayer popularizó el concepto del “casting couch” (ofrecer papeles o audiciones a jóvenes aspirantes a actriz a cambio de favores sexuales). Del mismo libro parecen haber tomado una página otros jefes de grandes estudios: Jack Warner, Harry Cohn, Robert Evans… No obstante, de ser todo esto cierto, seguiría siendo Mayer quien se llevase la medalla en honor a Maquiavelo. Como ya he dado a conocer antes, la creación de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, más que para enaltecer a la industria, vino a su mente como una estrategia para construir una fraudulenta aura de respetabilidad en torno a ella con la cual disimular el hedor bajo su superficie. La concibió para venderle al mundo la más conveniente de todas sus caras. La máscara de su virtud. El espejismo del exacto antónimo a su verdadera y oscura naturaleza.

Pese a estar dispuesto a levantarme para aplaudir a las mujeres que dieron testimonio, no digo lo mismo de sus homólogos a bordo del vagón de la indignación hipócrita. Felicitándose mutuamente por llegar a tiempo a la lapidación de Weinstein, a la vez que permanecen en la misma comunidad que conserva a otros peores que él. La misma que rasga sus vestiduras cuando Estados Unidos inicia una guerra, mientras produce propaganda de reclutamiento disfrazada de cine bélico para el Pentágono. ¿Cuánto tiempo más seguirán comportándose como si el ser ricos, famosos y de izquierda los hiciera mejores que cualquiera de nosotros?

El caso Weinstein es lamentable, pero no es digno de mi conmoción. Hace tiempo aprendí a vivir con lo que la “fábrica de sueños” es y siempre ha sido: un sofisticado prostíbulo con un sentido hiper-inflado de su propia importancia. Entre más pronto renuncie Hollywood a su pretensión de inocencia, más grande será el favor que se estará haciendo a sí mismo.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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