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Manuel Alejandro Escoffié
Foto tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 13 de octubre, 2017

Hoy en día, parece que todos cuentan con una opinión permanente respecto a Woody Allen. O se le aclama como el director de “Medianoche en Paris” (Midnight in Paris, 2011) o se le maldice como el supuesto pedófilo casado con su hija adoptiva. Ni de una ni de otra etiqueta parece haber alguien dispuesto a bajarlo. En virtud de lo anterior, resulta muy fácil ignorar u olvidar que no siempre fue así. Que, de hecho, existió una época en la cual la mejor (y prácticamente única) manera de juzgarlo era permitir que fuese su trabajo el que hablara por él. A cuatro décadas de haberse erigido en la consciencia colectiva, “Annie Hall” (1977) permanece como uno de los más notables y poderosos monumentos pertenecientes a ese periodo desaparecido; digno de inclusión entre los pocos que todavía no han llegado a ser reducidos a escombros debido tanto a la corrosión del tiempo como a la corrección política.

En 1975, año en el cual comenzó a trabajar formalmente en el guion, Allen cumplió cuarenta años. Bajo su propia admisión, la plena consciencia de su propia mortalidad era una noción que lo atormentaba (y lo atormenta) desde niño. Aunado a que siempre ha tenido a Ingmar Bergman por ídolo profesional y que daría su brazo derecho por ser más conocido como un autor trágico que como uno cómico, no es nada extraño que decidiera divorciarse del tono bufonesco y paródico tan típico en trabajos previos como “Bananas” (1971) para, citándolo textualmente, “sacrificar algunas de las risas por una historia sobre seres humanos”. Dicho de otro modo, “Annie Hall” constituyó un riesgo. Una apuesta. La demolición deliberada de una zona de confort. Allen sabía, como bien le vendría saber a muchos cineastas primerizos, que es relativamente fácil hacer reír mediante rupturas de cuarta pared y desdoblamientos momentáneos de la realidad; tal y como era el caso en esta y en películas anteriores. Pero recurrir a estas técnicas de modo que la risa se genere a pesar de ellas y no a partir de las mismas, dirigiendo la atención del público hacía las emociones de los personajes en vez de hacía la ocurrencia implícita en el empleo de estos trucos, representa algo mucho más allá del mero humor. Algo que precisa, además de talento, de un cierto sentido de estrategia.

Incluso su característico alter ego neurótico, judío y libidinoso en pantalla, cuyo monologo directo a la cámara proporciona al filme su arranque, parece meta-consciente de tal rigor. Al iniciar la crónica de su larga y tormentosa relación con la Annie del título (Diane Keaton) admitiendo tener problemas para distinguir entre realidad y fantasía, Allen pone sobre la mesa la carta maestra con la que planea jugar este juego. Puesto que el personaje relatará la historia justo como él la recuerda, hay garantía de que cualquier ruptura con el realismo formal de la misma estará enmarcada en esta subjetividad tan aleatoria y obsesiva como su persona. A partir de este momento, todo vale debido precisamente a que nada es gratuito.

Francis Ford Coppola afirmó en una ocasión que crear arte sin riesgos es como permanecer en castidad mientras se espera que haya niños. Tomando literalmente esta analogía, y haciendo un esfuerzo por recorrer a conciencia cada una de sus paradas evolutivas, desde lo episódicamente didáctico en “Todo lo que Siempre Quiso Saber del Sexo, pero Temía Preguntar” (1972), pasando por la ironía documental de “Zelig” (1983) y el existencialismo brechtiano de “Sombras y Niebla” (1991), hasta el intercambio de rascacielos neoyorquinos por fincas londinenses en “Matchpoint” (2005), es inevitable querer ver en Woody Allen al padre promiscuo de una decena de hijos con abundantes formas, colores y tamaños. Y por tal paleta estilística, se agradece a “Annie Hall” haber conformado el primero de estos “riesgos sin protección”. Quien insista en acusarlo, ya no por su vida privada, sino de realizar la misma película exacta dos veces, carecerá de mi simpatía y contará con mis condolencias.

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