de

del

Gustavo Ogarrio*
Foto: Xinhua
La Jornada Maya

Domingo 8 de octubre, 2017


[i]Aprendan que no se salvarán de la sed de las montañas[/i]
[i]aprendan[/i]
[i]aprendan a ser sólo pasto para ellas[/i]
[i](Encontrado entre tus ruinas)[/i]
Raúl Zurita


“Aprendamos que no nos salvaremos nunca de la sed de los terremotos”: tal parece ser el veredicto geológico que se cumple como una repetición trágica la noche del 7 de septiembre pero, sobre todo, el martes 19 de septiembre de 2017 a la una de la tarde con catorce minutos sobre Ciudad de México, y que se presenta en clave mortal desde Puebla y Morelos, zona del epicentro.

La ampolleta súbita de la muerte, el resquebrajamiento y derrumbe de paredes, escaleras, edificios, balcones, puentes, vidas en fuga del monstruo subterráneo de la convulsión telúrica; símbolos de esta misma vida en sociedad que se transforman en ruinas instantáneas; deslizamientos entre el miedo y el terror, entre la esperanza y la frustración; entre la so-lidaridad desbordada que alza el puño para pedir silencio y escuchar los sonidos de la existencia atrapada entre los escombros, y el temor a que una normalidad impuesta por instituciones y gobiernos le arrebate a esta nueva sociedad civil el instante histórico de su irrupción solidaria.

Nuevamente es asombrosa la capacidad de res-puesta de la sociedad mexicana ante el terremoto del 19 de septiembre de 2017: miles de manos y volun-tades que inmediatamente se organizan venciendo el caos para levantar escombros, buscar sobrevivientes, fabricar millones de tortas y chilaquiles, cargar miles de litros de agua, hacer y ordenar acopios, convocar a médicos, enfermeras, ingenieras, arquitectos, psicólogos, voluntarios, brigadistas, células de jóvenes que con entusiasmo trágico van levantando los grandes puentes de la solidaridad a una escala todavía impredecible y que, al saturarse Ciudad de México de ayuda, se van también en caravanas a los lugares más apartados que también han sido golpeados por el sismo.

El terremoto del 19 de septiembre de 2017 como la pesadilla duplicada del terremoto de 1985, que simboliza los miedos y terrores que se desencadenan también como ríos de acontecimientos: derrumbes, fallecimientos, seres humanos atrapados en las montañas de varillas y de concreto, desesperación y alegría fugaz por las vidas salvadas. Un sismo de 7.1 que sacude al país al final de un sexenio sin entrañas; un régimen político corrupto a una escala monumental que no dudará en “encapsular” la tragedia en el tiempo y en el espacio (el Ejército y la Ma-rina se encargan de comenzar este encapsulamiento “tomando el control” de muchos de los lugares derruidos, lo que termina por enfrentarlos con esta misma sociedad idealizada como heroica, pero sistemáticamente incómoda para las autoridades); un régimen mediático que transformará las consecuencias del sismo en un fetiche mercantil y que ya pelea el nombre de la marca con la que se apropiará comercialmente de esta muerte colectiva y de la abigarrada solidaridad civil, que disputará desde la corrupción altruista una gran bolsa de capitales que se donarán y liberarán para la reconstrucción. “Fuerza México” es el eslogan de Televisa que rápidamente se convierte en un fideicomiso privado creado por el Gobierno Federal; tv Azteca, que extiende su frenético Movimiento Azteca en búsqueda de capitales blandos, que también ofrecen donar un peso por cada peso donado por la “sociedad del espectáculo”; adn40, antes Canal 40, con su “México está de pie”… en fin, la tragedia del terremoto entra en su fase de apropiación capitalista. La muerte y la solidaridad se vuelven fetiches comerciales, mercancías “blandas” en la gran escenografía melodramática de lo que queda del viejo aparato mediático, casi inadvertidas de ese modo, de no ser porque el crecimiento de otras alternativas de información en redes sociales resquebraja el poder unidimensional de las grandes empresas de comunicación.

[b]Primero tragedia, después melodrama: ficciones en nombre del rating[/b]

¿Qué se dice después de un terremoto? ¿Cómo se reconfigura en lo hablado cada experiencia concreta, cada golpe de sobrevivencia o de muerte? ¿Quiénes somos cuando volvemos de ver los ojos de la Gorgona y nos transformamos en piedra, en escombro o en puro miedo solidario? ¿Quién hegemoniza los relatos sobre el terremoto y bajo qué perspectiva y tipo de sensibilidad se presentan a la misma sociedad que los origina?

El terremoto del 19 de septiembre de 2017 va generando grietas narrativas en realidades paralelas: la primera, la de las historias contadas en lo inmediato; las narraciones de la sobrevivencia o de la catástrofe o de los testimonios de los que sintieron el aliento de la muerte o de quienes “simplemente” vieron morir. Evocaciones, remembranzas, recuerdos; tejidos de memoria que se van anudando al ritmo de los intercambios verbales concretos en cualquier lugar; en las largas filas para sacar el cascajo o para demoler lo ya demolido piedra por piedra, en la elaboración de tortas y despensas, en los instantes mínimos de sosiego, en las redes sociales que se transforman en el gran murmurador de certezas, experiencias y formas concretas de organización, confusión y zozobra… En ese momento no hay heroísmo individual posible: la tragedia narrada es de nadie y de todas y todos a la vez.

Sin embargo, en las pantallas de la televisión comercial muy pronto se localiza el escenario idílico para melodramatizar la tragedia: el colegio Enrique Rébsamen, en el sur de la ciudad, en el cual mueren veinticinco personas (veintiún niños y cuatro adultos). Al día siguiente del terremoto, la reportera Danielle Dithurbide comienza a construir el relato hiperbólico del rescate de “la niña Frida Sofía”, pero en clave melodramática. La reportera llora ante las cámaras, protagoniza un dolor que usufructúa de padres y madres del colegio; concentra en este acontecimiento la supuesta capacidad “heroica” de la sociedad y despoja de un enfoque periodístico a un hecho trágico, así transformado en espectáculo y ficción mediática.

Frida Sofía, la niña-símbolo de una unidad na-cional resquebrajada y que ahora se expresa casi solamente mediante el melodrama televisivo, se esfuma, nunca aparece y la noticia que supuestamente logra el mayor rating en la cobertura del terremoto termina en una amarga situación anticlimática: no habrá final feliz que redima a la sociedad golpeada y que enaltezca la sensibilidad melodramática y comercial de Televisa; no habrá foto en Los Pinos de Frida Sofía y sus padres recibiendo del Presidente sus más sinceras felicitaciones por estar viva; se trunca la posibilidad de que la misma Televisa borre la pluralidad de la sociedad solidaria y que su reportera privilegiada derrame las últimas lágrimas del rescate de su ficción mediática.

La contraparte de este relato melodramático la encontramos en la esquina de Bolívar con Chimalpopoca, una fábrica de textiles en la colonia Obrera que se derrumbó con el sismo del martes 19. Allí murieron costureras de diferentes nacionalidades: la sombra del ‘85 se repite en esta muerte, otra vez, de costureras que trabajan en condiciones laborales sumamente precarias y de una explotación feroz. Se documenta que la maquinaria pesada es usada prematuramente para sacar los escombros y borrar lo que el Gobierno Federal y la explotación capitalista no quieren ver: los cuerpos hallados hablan, cuentan desde su muerte las claves de su vida y del lugar donde murieron. Ese espacio de la fábrica doblemente arrasada, por el terremoto y por el capital que quiere ocultar el misterio de la plusvalía feminicida grabado en los cuerpos de las costureras, es transformado en un altar de acciones, representaciones y frases que ilustran el lado opuesto de los relatos oficiales o melodramáticos y que concentran, en varias con-signas que se escriben sobre las piedras derruidas, esas verdades ciudadanas que ha arrojado ya el terremoto: “El escombro es el gobierno”; “La vida de una costurera vale más que todas sus máquinas: Justicia”; “Ni una más sepultada por la corrupción”.

El heroísmo posible no tiene rostro, es el de aquellas sujetas y sujetos que guardan un silencio de duelo ante la catástrofe colectiva y que activan en comunidad su capacidad para dejar de presentarse como individuos solitarios que salvarán a la sociedad desde la superioridad moral o desde los breves segundos en los que las pantallas de televisión los transformarán en mercancía de su propia tragedia.

[b]¿Son semillas estos escombros?[/b]

Ante el terremoto de 1985, Octavio Paz planteaba que la dialéctica entre es-combros y semillas, entre lo que se rompe y renace, servía para trazar el futuro después de la catástrofe y para identificar la lucha de los opuestos que le dan sentido a la historia de México, naturaleza y cultura, pero también a la herida de una nueva época que se abría paso sobre el lienzo de una nación rota y al mismo tiempo imbatible:

La reacción del pueblo de la ciudad de México, sin distinción de clases, mostró que en las profundidades de la sociedad hay –enterrados, pero vivos– muchos gérmenes democráticos. Estas semillas de solidaridad, fraternidad y asociación no son ideológicas, quiero decir, no nacieron con una filosofía moderna, sea la de la Ilustración, el liberalismo o las doctrinas revolucionarias de nuestro siglo. Son más antiguas, y han vivido dormidas en el subsuelo histórico de México.

Paz concebía que estos “gérmenes democráticos” que salieron de los escombros del terremoto del ‘85 todavía era posible realizarlos con la clase política gobernante: “Creo que es el momento de iniciar en serio el proyecto de descentralización que figuró de manera prominente en el programa del presidente De la Madrid, y que fue uno de sus puntos más atractivos”. Sin embargo, Octavio Paz no alcanzó a advertir que la fractura que había dejado el terremoto del ‘85 era todavía más profunda, no sólo entre sociedad, centralismo y burocracia: era una resquebrajadura en medio de la crisis de un Estado benefactor que literalmente desapareció ante el terremoto y una sociedad cuya emergencia soñaba con posibilidades que ese mismo Estado autoritario ya no podía comprender: una sociedad democratizada desde la misma vida cotidiana.

¿Cuál es la fractura profunda que ha dejado este terremoto de 2017? Quizás esta nueva resquebrajadura se produce entre un Estado altamente criminalizado y una sociedad debilitada tanto por la seducción capitalista del consumo como por una tragedia mayor y permanente, la de una guerra de los poderes fácticos y criminales contra ella. Ahora también vemos con precisión la grieta de una serie de gobiernos y de poderes institucionales cuya corrupción es hoy todavía más dramática de lo que era en 1985, cuyos alcances homicidas y feminicidas se suman ya a las consecuencias del terremoto. El terremoto de 2017 surgió de la tierra justo en una fase terminal de la so-ciedad neoliberal que, en el vínculo estructural entre el “capitalismo financiero”, la desaparición forzada y los miles de homicidios, está borrando también las respon-sabilidades que el Estado todavía conservaba.

Es Carlos Monsiváis quien describe lo que sería la lección del terremoto del ‘85: “el descubrimiento de que la colectividad sólo existe con plenitud si intensifica los deberes y anula los derechos, si la sociedad civil es todavía una idea imprecisa, los cientos de miles que se consideran sus representantes le otorgan energía y presencia irrebatibles”. ¿Qué tipo de energía democratizadora está generando este nuevo terremoto? ¿Será esta sed expansiva de la tierra, que nos golpea una y otra vez, el comienzo de una oleada de transformaciones en Ciudad de México y en el país?

El terremoto del pasado 19 de septiembre es ya para nosotras y nosotros una palabra escrita con dos tipos de tinta: la de la memoria y la del olvido. Ambas pueden ser indelebles, se enlazan y se repelen, pero no existe la una sin la otra. De ese nosotras y ese nosotros en abigarrada solidaridad depende que una de ellas prevalezca.

¿Son semillas estos escombros?

*Cronista, periodista y narrador, doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, donde es catedrático


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