Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya
Viernes 18 de agosto, 2017
Lo que empezó como un invento curioso se convirtió en un fenómeno viral. Mi primera reacción fue de absoluto escepticismo. Su seductora publicidad, sensible a mis necesidades, ameritó toda mi desconfianza. Me parecía vulgarmente insidiosa. Algo de vergüenza habrá relucido en mi figura cuando constaté que el KamadevApp realmente funcionaba. No sólo le generaba al usuario orgasmos tan exitosos como los artesanales. También los intensificaba a niveles nunca imaginados.
Todo lo que había que hacer era comprar el gadget para celular, ya sea el diseño para hombres o para mujeres, y descargar la aplicación. Eso bastaba para recrear de forma múltiple e ininterrumpida todas las descargas espinales que, originalmente, no podían vivirse sin paciencia. Esa paciencia que implica transitar nervios, confrontaciones a los espejos, bares, miradas esquivas, absurdos rituales de búsqueda, más nervios, confusiones, signos corporales ininteligibles, miradas opacas, vasos vacíos que no deciden si rellenarse y más nervios contratacando en el umbral de la habitación: todo para alcanzar unos instantes de relente y amanecer con la ansiedad por repetir el proceso hasta convencerse de estar vivo. “No pierdas tiempo, hazlo tú mismo… y mejor”. Ese era el gran éxito de KamadevApp: arremeter contra la insufrible paciencia.
El furor por el artilugio levantó un laberíntico enfrentamiento entre sus defensores y críticos. Pero a la rueda del mercado parecía no importarle. En su momento, me tocó moderar en la Universidad de Piricure un debate entre Darmio Fivulo, el Prometeo creador del KamadevApp, y Siliaco Nesto, sacerdote de la Iglesia Cátara. Ya era tanto mi hastío por el tema que apenas recuerdo la épica batalla entre mis dos invitados. Pero algo no olvidaré nunca: esa semana, el maná inagotable había triplicado sus ventas.
Finalmente la polémica dejó de serlo. El KamadevApp se volvió parte de nuestras vidas cotidianas. Así como el progresivo, pero permanente cierre de bares, gimnasios y tiendas departamentales. Los restaurantes, cines, bibliotecas y centros de yoga corrieron la misma suerte. Los clímax ilimitados comenzaron a robarles adeptos al deporte, la música, la literatura, la pintura y la academia. La supervivencia se convirtió en la única excusa vigente para el contacto entre las personas. Al poco tiempo, el mundo de los seres humanos se pobló de fantasmas autómatas, remplazando las ciudades por cementerios sin mayor iluminación que la que escapaba de las habitaciones.
Hace un par de meses ocurrió el paradójico milagro. La falta de inercia que había envuelto al mundo se apoderó de la central de KamadevApp. Sin actualización, sin mantenimiento y sin necesidad de reinventarse, el sistema fue agonizando lentamente hasta apagarse por completo. Llegaron los días del lamento, la rabia y la desesperación. Las amibas de carne y hueso habían perdido la cornucopia del placer. Eran ya incapaces de recordar aquellos días en los que el sorgo era cultivado con paciencia y recelo sobre la tierra cálida.
Justo cuando estaba a punto de dejar mis últimas instrucciones sobre el trinchador, advertí ruidos salvajes a las afueras de mi casa. Espasmos se apoderaron de mis vértebras cuando descubrí que el bullicio venía de un bar recién abierto. Había gente. Gente con otra gente, buscándose, negándose y rencontrándose sin prisa, pacientes por la promesa de venideros segundos de cosecha.
Por primera vez en áridas décadas, el ser humano volvía a retoñar sobre la tierra.
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