de

del

La Jornada Maya
Foto: Joana Maldonado

Viernes 23 de junio, 2017


[i]Palabras de Héctor Aguilar Camín, para la recepción del doctorado honoris causa de la Universidad de Quintana Roo[/i].


Señor gobernador
Señor Rector
Estimados miembros del Consejo de la Universidad de Quintana Roo
De la comunidad docente
De la comunidad estudiantil

Empiezo por decirles gracias. Muchas gracias. Ninguna distinción podría honrarme tan íntimamente como la que ustedes me otorgan hoy y en esta ciudad.

Dice el dicho que la patria tiene el sabor de las cosas que comimos en la infancia. Mi patria sabe cada vez más a lo que saben mis recuerdos de Chetumal. Conforme pasa el tiempo, Chetumal crece en mi memoria, aparece en mis sueños, trae a mi recuerdo personas, lugares, historias.

Hay dos Chetumales en mi cabeza, el Chetumal que yo recuerdo y el Chetumal que recuerdo de las historias que contaban mi madre y mi tía, Emma y Luisa Camín. El Chetumal de Emma y Luisa es como una novela. Tiene personajes que dominan la escena, en particular los padres y los gobernantes, y luego muchas historias que son ramas del mismo árbol.

El Chetumal que recuerdo por mí mismo está nublado por un resplandor. Tiene un eco feliz pero recuerdo poco. La felicidad tiene mala memoria. Digo al azar algunas de las cosas que recuerdo, aparte del resplandor que lo baña todo:

Hay un patio con langostas vivas, una fiesta que empieza al mediodía y termina en la madrugada, una palmera gigante al fondo de la casa. Mi abuelo Camín me da al amanecer café con yemas y azúcar. Mi padre trae una serenata a la mitad sorprendida de la noche. Hay sueños en los que avanzo a zancadas por los aires como el gato con botas. Sueño también travesías agónicas que hacen chirriar los dientes, quizá la huella de fiebres palúdicas. Y los berridos de un puerco entendido que iban a destazar en el patio de mi casa. Recuerdo una mata de guaya en la casa vecina. Recuerdo el olor a talco inglés que había en la cercanía de mi madre y de mi abuela paterna, Juana Marrufo. Recuerdo otras cosas inexplicables y esenciales, como son los recuerdos de la infancia.

Pero la memoria más acabada de mi infancia es la de una desgracia: la noche de septiembre de 1955 en que el ciclón [i]Janet [/i]destruyó Chetumal.

Nosotros vivíamos entonces en la parte baja de aquel pueblo llamado Chetumal, que ya no existe. El ciclón que iba a destruirlo tuvo dos fases. En la segunda, luego de una calma chicha, que era la del ojo del huracán, los vientos metieron el agua de la bahía. Para ese momento casi toda nuestra casa había caído y nosotros estábamos refugiados en la cocina, nuestro único cuarto de cemento, además del baño. El resto de la casa, toda de madera, había sido destruida por los airones de la primera fase del ciclón. En la cocina estábamos los cuatro hermanos, Emma la mayor, de diez años, yo de nueve, Juan José de siete y Pilar de cinco. Nos cuidaban mi madre y mi tía, la nana, Dulce María, y la cocinera. Durante la calma chicha del huracán, mi abuelo Camín y mi tío Raúl habían cruzaron de sus casas vecinas a la nuestra para ver cómo estábamos. La cola del ciclón les impidió volver y metió el mar de la bahía. El agua empezó a subir no como una marejada, sino entrando por la rendija de la puerta de la cocina, como si alguien la regara desde fuera. El problema es que no es que fuera una ola abrumadora, sino que su nivel no dejaba de subir y subía con rapidez inusitada, pulgada a pulgada. Cuando llegó a la altura de las mesas, los adultos nos subieron a los niños a la mesa y a la estufa. Cuando el agua les llegó a los adultos a la cintura, ellos se subieron también a la mesa y a la estufa, y nos cargaron en sus brazos. El agua siguió subiendo, les llegó a los adultos al pecho y a nosotros, en sus brazos, a la cintura. Entonces, de pronto, la marea ascendente se detuvo y empezó a bajar, tal como había venido, poco a poco.

Había terminado el ciclón [i]Janet [/i]en Chetumal, Al día siguiente el pueblo no era sino astillas y lodo.

La historia de mi casa, quizá la de todas las casas, tiene el resplandor de una pérdida. Recobrarla, volver a ella en cada uno de mis libros, ha sido, paradójicamente, una de las grandes alegrías de mi vida: volver a lo perdido, recobrarlo

Me hice escritor de la boca de mi madre y de mi tía, por contagio de sus palabras, por extensión del vigor y de la alegría con que aquellas hermanas contaban una y otra vez la historia del regreso del loro desplumado que el ciclón se había llevado por los aires en Cuba. O la historia de la noche que mataron, en el silencio de los grillos de Chetumal, a Pedro Pérez. O la historia de la tragedia que Luisa Camín adivinó en una baraja española y que se cumplió literalmente en Camagüey. Y la historia central de mi familia y de mi casa: la historia de la destrucción de mi padre por el suyo, y de su reconciliación inverosímil.

Me hice escritor para honrar y repetir esas historias .Empecé a escribir a los quince años sin saber lo que buscaba, con la certidumbre burriciega de que tarde o temprano llegaría al lugar de la epopeya que había en la boca de Emma y Luisa Camín.

Durante años di vueltas en todas direcciones sin salirme jamás del círculo secreto del inicio, volviendo por todos los caminos al mandato de la historia fundadora de mi casa

Empecé a escribir joven pero publiqué tarde. Mi primer libro de ficción fue una suma de primeros capítulos de novelas fallidas.

Mientras fracasaba en esas novelas, hice un trayecto como historiador y otro como periodista. No aprendí cómo se escribe un libro haciendo una novela, sino escribiendo una historia académica: la historia de los caudillos sonorenses que ganaron la Revolución Mexicana. Es una historia de triunfo y también, otra vez, una historia melancólica. Aquellos sonorenses victoriosos habían ganado la guerra civil contra a las otras facciones revolucionarias de México, habían pacificado el país, y lo habían gobernado dieciséis años, pero estaban por los dioses de la posteridad y vivían arrumbados en el panteón patrio de un país inclinado a recelar del que gana, a ponerse del lado del que cae.

Mis primeras novelas fueron leídas como documentos novelados, disfraces del historiador y del periodista. No puedo culpar de ese malentendido a los lectores, porque el primero en buscar asideros realistas para mis ficciones fui yo. Venía huyendo de la literatura experimental de los años sesenta del siglo pasado, aquella epidemia del juego verbal, del enredo estilístico y la falta de una historia interesante que contar.

Quería escribir novelas legibles, que tuvieran para los lectores el sabor de lo vivido.

Escogí como fondo de mi primera novela,[i] Morir en el golfo[/i], el mundo petrolero mexicano. Para la segunda, [i]La guerra de Galio[/i], el mundo del periodismo y la guerrilla. Para la tercera, [i]Un soplo en el río[/i], el eco moral y político de las guerras centroamericanas. Para la cuarta, [i]El resplandor de la madera[/i], una saga familiar, mi propia saga familiar novelada, que alternaba las historias del pueblo mítico y la ciudad moderna. Mi quinta novela, [i]Las mujeres de Adriano[/i], fue un recuento de los extraños e increíbles amores de un historiador peleado con la historia de su país. Mi sexta novela, [i]El error de la luna[/i], fue la averiguación de un aborto callado que envenena a una familia. La séptima, [i]La conspiración de la fortuna[/i], cuenta la historia de una doble lucha fallida por la presidencia. Para la octava, [i]La provincia perdida[/i], incurre en la épica de una guerra entre enemigos que terminan pareciéndose.

En todas esas historias, tan distintas entre sí por el tema y por el escenario, dejé algo de la historia capital oída de la boca de mi madre y de mi tía: la historia de mi casa, la historia de la pérdida del reino que encerró en unas líneas, con su ritmo imborrable, Rubén Darío:

[i]y el pesar de no ser el que yo hubiera sido[/i]/
[i]la pérdida del reino que estaba para mí[/i]

Finalmente, cincuenta años después de haberla oído por primera vez, pude escribir en [i]Adiós a los padres[/i] la historia de mi casa. Y pude quedar en paz con ella, decirle adiós a su sombra, recibirla en mí como una historia digna de haber sido contada. Fue un ejercicio íntimo, gozoso y doloroso de reconciliación.

No he podido terminar ese ejercicio con mi cavilación sobre la otra casa melancólica de la que he sido tributario, la casa mayor llamada México.

El balance de mi reflexión sobre la historia y el futuro de nuestro país es, cada día más, una historia de ilusiones perdidas.

Mi generación, la del 68, debutó muy joven en la historia. Acaso por ello sobreactuó sus emociones y sus sueños. Como generación, hemos soñado de más y conseguido de menos.

México será algún día un gran país, un país moderno y hospitalario para la mayoría de sus hijos, pero no será por aciertos que se hayan cometido en el curso de mi generación.

Hemos intentado en esto años todas las fórmulas probadas en otros países para dejar atrás el subdesarrollo, como se decía en mis tiempos, y las hemos vuelto insustanciales, insuficientes, cuando no parodias perniciosas llenas de resultados contrarios al buscado.

Estamos lejos de ser el país próspero, equitativo y democrático que se propuso construir mi generación. Hemos corrompido nuestra democracia, disminuido nuestra seguridad, achatado nuestra economía y nuestros salarios, y profundizado nuestra desigualdad.

La historia de las equivocaciones de mi generación es más abundante que la de los aciertos. La responsabilidad mayor es desde luego de los gobiernos, pero también de sus opositores, de los malos hábitos y las pobres convicciones de la sociedad, de la baja calidad de nuestros medios, nuestras empresas, nuestras iglesias nuestros los intelectuales y nuestros académicos. En suma, de nuestra clase dirigente, de quienes dirigen al país

El país que mi generación heredará es inferior al que pudo construir equivocándose menos. En esto de equivocarse mucho, no hemos sido los primeros ni, quizá, los peores.

En el año de 1849, mientras escribía el prólogo de su Historia, Lucas Alamán llegó a pensar que México podía desaparecer y que su obra serviría para mostrar a los descendientes de aquella desgracia cómo podían volverse nada, por la acción de los hombres, los más hermosos dones y las más altas promesas de la naturaleza.

Casi cien años después de aquel prólogo sombrío, en 1947, el historiador Daniel Cosío Villegas escribió, en un ensayo memorable: La crisis de México, que todos los hombres de la Revolución Mexicana, sin excepción alguna, habían estado por debajo de las exigencias de ella.

Hoy, en el año 2017, setenta años después de la sentencia de Cosío Villegas, me atrevo a decir que todos, en mi generación, sin excepción alguna, hemos estado por debajo de las oportunidades que la historia nos brindó y más debajo aún de lo que nos propusimos y soñamos. Hemos sido inferiores a lo que soñamos.

Me consuelo pensando que el país es más grande que sus males, más vital que sus vicios, y más inteligente que las ilusiones de sus hijos.

Me he consolado también en estos días, créanme lo que digo, pensando en la historia increíble de esta ciudad y este estado, comparando sus inicios con su presente, y mis recuerdos con su realidad.

Esta universidad, por ejemplo: La Universidad de Quintana Roo.

Esta universidad encarna todo lo que uno puede admirar de Quintana Roo, el espíritu pionero, la voluntad de hacer realidad los sueños y de hacerlos desplegarse en el tiempo. La tenacidad como virtud, según dice el himno.

La Universidad de Quintana Roo fue primero un proyecto que el sismo del año 1985 de la Ciudad de México interrumpió. La siguiente noticia que recuerdo del proyecto, es al gobernador Miguel Borge Martín señalándome un punto en el monte de lo que iba a ser la expansión de la ciudad de Chetumal hacia Calderitas. Aquí va a estar, decía, y aunque tenemos que empezar de cero, eso es lo que está bueno porque así podemos hacerlo todo bien desde el principio.

Colaboré en lo que pude con el proyecto, no mucho, y un día fui convocado a la ceremonia de la primera piedra de la UQRoo que puso Ernesto Zedillo, en un predio recién desmontado. Cuatro años después estaba viniendo con alguna regularidad a las reuniones de la junta directiva de la Universidad, durante el rectorado de Efraín Villanueva, en 1994.

Aquel proyecto interrumpido por el sismo de la ciudad de México, aquel monte por desmontar, aquella primera piedra comprometedora, se había vuelto ya el embrión de la UQRoo en marcha. Tenían el sello inconfundible de la algarabía estudiantil y la vista abierta a la bahía. Miguel Borge Martín había acertado con su punto elegido en el mapa, le había dado a la UQRoo el campus probablemente más bello del país.

Han pasado muchos años desde entonces, un parpadeo. La UQRoo no ha hecho sino crecer y mejorar, como ha crecido y mejorado Quintana Roo desde los tiempos en que yo nací. Nací aquí, en un lugar muy distinto al de ahora, el año 1946, cuando la ciudad de Chetumal todavía no era una ciudad, sino un huevo de arena y de madera de ocho calles por lado que en el año de 1955 iba a destruir el ciclón [i]Janet[/i].

Otro ciclón había destruido Chetumal en 1916. Apenas hubo noticia de aquella otra desgracia, porque Chetumal a su vez apenas existía. En 1916 salir o llegar aquí era una aventura, la epopeya de los pocos aventureros que querían probar su suerte en esta bahía baja, inhóspita, buscando una oportunidad de ganarse la vida. Ganarse la vida quería decir entonces remar durante horas por el río Hondo, como mi abuelo Lupe, para llevar a los pueblos ribereños azúcar, sal, alcohol, a cambio de gallinas, maíz, chicle, y las mercaderías que había en el lado inglés: telas, chocolates, municiones y carabinas, en un tiempo feliz en que no había contrabando.

Había fundado aquel pueblo en aquella ribera la secretaría de Marina para darle algún rasgo de realidad al tratado de límites firmado en 1893 por el gobierno de México con el de Su Majestad británica. Es el tratado que define todavía hoy los límites con Belice. Esos límites cruzan la Bahía de Chetumal en una línea que empieza en la costa, abajo de Xcalak, y termina en la embocadura del río Hondo que puede verse hoy, tan cerca de los ojos, como al alcance de la mano, desde el Parque Renacimiento o desde el muelle de Chetumal, y desde la terraza del restorán Almina, junto al hotel Noor.

Lo que es hoy la ciudad de Chetumal, era entonces un monte de mosquitos llamado Payo Obispo. La ciudad en que estamos hablándonos hoy fue traída al mundo por doce marinos rasos y un subteniente de corbeta, que pusieron un pontón, traído de Nueva Orleans, en la embocadura del río Hondo. El pontón quería marcar que ahí empezaba México y terminaba Honduras Británicas, la entonces colonia inglesa que hoy se llama Belice.

Por razones que ignoro el pontón ya llevaba el nombre Chetumal, y fue puesto en la boca del río un 22 de enero de 1898. La ciudad en que estamos era entonces sólo el tenderete y la letrina que amparaba a los marinos del pontón para que pudieran dormir en tierra, en el pequeño espacio que ellos mismos chapearon creo que un poco a la izquierda de donde hoy es el muelle de la ciudad.

No había ciudad entonces, como digo, sino esa riberita chapeada y esos marinos que pintaban por primera vez la frontera sur de México y encarnaban en sus cuerpos la soberanía territorial de su país. En algún archivo de la secretaría de Marina deben estar sus nombres. Nuestra memoria recuerda sólo la de su comandante, el entonces subteniente de corbeta Othón Pompeyo Blanco Nuñez de Cáceres, cuyo nombre abreviado, Othón P. Blanco, da nombre al municipio donde estamos y a la calle del viejo Chetumal en cuyo número 17 yo nací, medio siglo después de la gesta que refiero.

Dice la historia que Othón P. Blanco fue a dar parte a las autoridades inglesas de que su pontón y él eran la nueva aduana y la nueva frontera de México. Fue después por los pueblos del lado inglés, a Consejo, a Sarteneja, a Corosal y Orinchuac (Orange Walk), a invitar a los nacidos de este lado a regresar y poblar la ribera que él había empezado a chapear (desyerbar con machete). Les ofreció que tendrían como propiedad todo el terreno que alcanzaran a desmontar con sus propias manos, y la protección de la Marina contra asaltos de mayas rebeldes y piratas ingleses.

Dice la leyenda que para distraer sus tedios el subteniente Blanco cruzaba a Consejo o a Corosal cuando había un baile y que en uno de esos bailes conoció a una mujer llamada Manuela Peirefitte, a la que le propuso venir con él, y ella aceptó y él se la trajo, salvo que Manuela tenía un novio. El novio, sigue la leyenda, vino atrás de los fugados a reclamar la devolución de su tesoro, sólo para encontrarse a los marinos del pontón Chetumal apuntándole en defensa de los amores de su comandante.

Dice la historia que Manuela Peirefitte era maestra y puso la primera escuela de esta ciudad, a la sombra de una ceiba cuyo entorno chapearon los marinos. Dice la historia también que Othón P. Blanco y Manuela Peirefitte casaron y procrearon nueve hijos y tuvieron una buena vida juntos.

No hay registro en los censos de cuántos habitantes tenía entonces esta ciudad porque apenas había censos y apenas habitantes. Consta que en el año de 1913 había en Quintana Roo 9 mil 109 habitantes, equivalente al .O1 por ciento (punto cero uno por ciento) de la población total del país. En Payo Obispo, como se llamaba entonces Chetumal, había 2 mil 112 pobladores. Mil ciento treinta y dos eran hombres y ochocientas eran mujeres, me imagino que muy codiciadas.

El año en que yo nací, 1946, Quintana Roo tendría veinte mil habitantes, Chetumal, 8 mil. Empezaban en el resto del país los años del llamado milagro mexicano, años dorados de crecimiento económico alto y estabilidad política. Pero el Chetumal en que yo nací en 1946 no era parte del milagro mexicano. Era un pueblo pobre, remoto, en muchos sentidos inexistente. No había drenaje ni agua corriente. Yo me abrí una ceja corriendo por la zanja que cavaron para poner el drenaje en mi calle, quizá en 1954. Había agua de lluvia y agua de pozo. La de pozo olía a podrido. La de lluvia era muy delgada y dulce. Se almacenaba en unos toneles de madera ceñidos por flejes llamados curbatos, palabra cuyo significado sólo entienden cabalmente los nacidos en el Chetumal de entonces. Los curbatos recibían el agua de lluvia del techo de las casas por unas canaletas de lámina El pueblo, como he dicho, tenía ocho calles por lado. Apenas había coches pero todas las calles tenían dos sentidos, con un camelloncito en medio. Mi memoria infantil recuerda unas calles anchas y largas. No lo eran. Jugábamos un juego llamado kimbomba, hecho con palos de escoba. El palo chico tenía afiladas las puntas. Con el palo grande pegabas en una de esas puntas afiladas, el palo chico saltaba y lo golpeabas en el aire. Ganaba el que hacía llegar más lejos el palo chico. Juego de pobres en un pueblo pobre.

Chetumal era un mundo aparte. Para llegar o salir en avión había que volar a Mérida, de ahí a Villahermosa, de ahí a Veracruz y de Veracruz a la Ciudad de México. El vuelo duraba todo el día. Por barco podían hacerse dos semanas a Veracruz. Por tierra no era posible llegar o salir. Había una brecha a Mérida, impracticable en tiempos de lluvia. No había camino a Campeche o Villahermosa, los otros estados vecinos en el sureste de México. El periódico Excélsior llegaba a la tienda de los Marrufo con el avión del mediodía. Llegaban también las tiras cómicas. Recuerdo las tiras cómicas del Fantasma y el olor a tinta de los diarios. Yo nací durante el gobierno de Margarito Ramírez, un político jalisciense que se quedó catorce años como gobernador del entonces territorio de Quintana Roo. Hubo vez que no se apareció en Chetumal durante un año. Gobernaban sus segundos, en particular un hombre llamado Amezcua, personaje arbitrario y fornicario. Pecaba de arbitrariedad y de lujuria. Iba a matar a un tío mío, Abel Villanueva, porque Abel se conquistó a una mujer que le gustaba. Otro colaborador de Margarito, Inocencio Ramírez Padilla, mató por la espalda a un rival político, Pedro Pérez, en el crimen mitológico de Chetumal, que mi madre y mi tía contaron mil veces.

Se preguntarán ustedes por qué digo todo esto, cosas más o menos ciertas, más o menos equívocas o legendarias de un mundo que ya no existe. Bueno, precisamente por eso, porque aquel mundo ha quedado atrás y ustedes viven hoy en el mundo construido por las generaciones que siguieron.

Otra vez: ¿por qué hablar en este recinto admirable de aquel pueblo de madera perdido, en el que no había agua potable ni luz eléctrica? Bueno, otra vez: porque es importante no olvidar de dónde viene uno, ni como país ni como persona, y tener claro el camino que ha recorrido por sí mismo o en los hombros de los demás.

Quiero que piensen y pesen estas cifras:

En 1910, Quintana Roo tenía 9 mil habitantes.

Treinta años después, en 1940 tenía 18 mil.

Treinta años después, en 1970, tenía 88 mil 150.

Treinta años después, en el año 2000, tenía 874 mil 963 habitantes.

Diez años después, en el año 2010, tenía un millón trescientos cincuenta mil habitantes.

Siete años después, en el momento en que hablo, hay en el estado un millón quinientos habitantes, más los que se hayan acumulado este semestre pues la cifra que digo corresponde a un cálculo del año 2016

El 88 por ciento de nuestra población actual es urbana y el 12 por ciento rural. El promedio anual de crecimiento de la economía del estado desde el año 2004 ha sido del cinco por ciento, más del doble que el crecimiento nacional. La escolaridad promedio de Quintana Roo es de 9.6 grados, contra el 9.2 por ciento del promedio nacional.

Pensemos ahora en esta universidad. Tenía unos 300 estudiantes al abrir sus puertas. Hoy tiene más de 6 mil egresados.

Quintana Roo es probablemente el mayor caso de éxito que existe en la República Mexicana del último medio siglo.

Nuestras calamidades han sido los ciclones, el aislamiento y el abuso de nuestros gobernantes. Hemos reducido drásticamente el impacto de los ciclones y nuestro aislamiento nacional e internacional, pero en muchos sentidos seguimos a merced de nuestros gobernantes. Hemos producido admirables y deleznables gobernantes.

No tengo sino gratitud y reconocimiento por Pedro Joaquín Coldwell, que me enseñó a regresar a este estado y a volver a hacerlo mío. Y para Miguel Borge Martín, gobernante fundador de esta universidad.

Sé por la memoria de mi casa y por los veredictos de la historia que hubo otros gobernantes de aliento en estas tierras, gobernantes que atendieron la realidad y soñaron el futuro: Rafael Melgar o Javier Rojo Gómez. Y el primer gobernante nativo, Jesús Martínez Ross que cumplió un viejo sueño de los nativos de esta tierra.

Sé también, por la historia reciente, que aquí en Quintana Roo se ha probado el dicho de que el poder es una bebida tóxica que ofusca a los inteligentes y enloquece a los tontos.

Quintana Roo necesita una corrección profunda de su vida pública, del escándalo de dispendio y corrupción en que han incurrido sus gobernantes recientes. Quiero creer que estamos en ese camino, no sólo por irrenunciables razones morales, sino por fundamentales razones prácticas.

Si los quintanarroenses corrigen su gobierno, Quintana Roo puede llegar a ser, antes que México, una tierra próspera, equitativa y democrática. El sueño de mi generación

Termino donde empecé: dando las gracias.

He dicho que un buen lector justifica la existencia de un libro. Puedo añadir que un buen amigo, un buen amor, un hijo o una hija, pueden justificar una vida, lo mismo que haber tenido un buen lugar para nacer. Tiendo a pensar con los años que haber nacido aquí justifica y mejora mi vida. Igual que la presencia palpable de ustedes aquí.

Muchas gracias.


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