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Tabacón B. Linus
Foto: Nasa
La Jornada Maya

Lunes 12 de junio, 2017

Hace unos días, en la cotidiana lectura de la noche, me senté con mi hija a platicar del tamaño relativo de los planetas y las estrellas. Es un tema muy interesante explicar a un menor que dentro del Sol cabrían 1 millón 300 mil planetas Tierra; toma su esfuerzo de abstracción.

Esa plática sobre tamaños y distancias en el espacio, derivó en el tamaño del sistema solar, la galaxia, el Universo y, luego, todo eso llevó a una pregunta lógica: ¿oye papá, si el Universo es tan grande, hay otras civilizaciones? ¿de verdad pueden existir los “marcianos”? Mi respuesta fue: “muy probablemente sí existan, sólo que no los hemos encontrado o ellos no nos han encontrado a nosotros”.

En esa misma línea, le platiqué a la pequeña de seis años que, en 1977, se había lanzado el Voyager 1, que esa nave ya había salido de nuestro sistema solar y, por tanto, era el primer artefacto humano verdaderamente interestelar. Le expliqué, además, que el Voyager 1 lleva una serie de información importante sobre los humanos: su aspecto físico, música y, aún más, la localización de nuestro planeta y la composición de la atmósfera terrestre. La respuesta de mi hija fue rápida y cayó como un balde de agua fría: ¿y eso no es peligroso?

¿Para qué queremos que nos encuentren? ¿Para qué queremos que sepan cosas de nosotros? Esos cuestionamientos que en el 2017 suenan lógicos, en 1977 hubieran parecido retrógrados. Sin embargo, en la moderna ciencia e investigación científica, muchos dicen que enviar mensajes al espacio o incluso el lanzamiento de los Voyager 1 y 2, equivalen a haber gritado o seguir “gritando en la selva”, gritar dónde estamos y cuánto pesamos, sin saber qué hay allá afuera.

En 1977 nuestra visión del futuro era de esa ciencia ficción benigna, infantil, de utopía y trajes de licra plateados; en la que el avance científico traería el paraíso a la tierra. Desde esa visión, cualquier otra civilización más avanzada que la nuestra, tendría que ser, por fuerza, sabia y benigna. Ese futuro de utopía ya se nos fue; ha ganado la realidad distópica. Más tecnología y ciencia no han traído más felicidad o menos conflicto a nuestro planeta, y no tenemos bases para pensar que en otra civilización la evolución sería distinta.

El dilema es que llevamos décadas gritando en la selva, enviando señales a todo el vecindario y no sabemos qué vamos a encontrar. Muchos reconocidos científicos señalan que si la historia y la biología sirven para sacar conclusiones y lecciones, la llegada de una civilización extraterrestre a nuestro planeta, sería como la llegada de Cristóbal Colón o Hernán Cortés al Nuevo Mundo. Remotamente un encuentro feliz.

Lo anterior hace toda lógica. Pasada la borrachera de la era espacial de los años 60 y 70, es obvio que no tenemos muchas bases para el optimismo del que grita y grita para ser escuchado en la selva por depredadores más fuertes y sofisticados.

Sin embargo, el debate es ocioso, los mensajes y transmisiones enviados ya son irremediables y no hay manera de detenerlos o borrarlos, y los nuevos cambios que incluso SETI ha propuesto para tener un mejor balance entre los beneficios y riesgos de enviar mensajes al espacio, son para días futuros. Lo hecho, hecho está.

Lo que es cierto es que nuestra propia evolución social, en tan sólo 40 años -de 1977 a 2017- nos ha enseñado que el futuro no necesariamente será benigno y mejor. Sabemos que ser más avanzados tecnológicamente, no nos hace menos violentos o mejores. Creemos que debemos ser más cautos en la búsqueda de otros, porque hemos visto que nosotros no somos tan buenos como creíamos, ni hemos avanzado en esa ruta.

La gran lección de la política de “no gritar en la jungla”, es que, como humanidad, nos hemos visto al espejo y observamos a un depredador que no cambia con la ciencia y el supuesto progreso. Eso es lo que hemos aprendido.

[i]Mérida, Yucatán[/i]

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