de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Miércoles 07 de junio, 2017


Desde que la Organización de las Naciones unidas lo estableció como una fecha a conmemorar, no se recuerda un Día Mundial del Medio Ambiente más sombrío que el de este año. Erik Solheim, director del programa de la ONU en el rubro, señaló que se trata del “día en que el planeta celebra nuestro amor colectivo por la naturaleza y la dependencia que tenemos de ella". Ha pecado, por decir lo menos, de optimismo: si acaso, es el día que ponemos aparte para recordar o revisar la magnitud de la desastrosa relación que hemos establecido con el entorno.

Huelga decir que hemos construido una cultura que ha inventado la naturaleza como lo otro, lo que es ajeno al hombre, lo que está puesto ahí para que el ser humano se enseñoree sobre ello, lo domine, lo transforme y lo haga suyo, así sea a costa de su destrucción. Con esta visión del mundo, no debería sorprendernos que las actividades que realizamos para producir satisfactores (comida, vestido, refugio, etcétera), tengan impactos negativos sobre la capacidad del entorno para recuperar sus condiciones, tras sufrir modificaciones; es decir, sobre su resiliencia.

Así, hemos exacerbado y acelerado un proceso de cambio climático global que nos pone en riesgo de sufrir el embate de fenómenos meteorológicos catastróficos, padecer el incremento del nivel del mar, encarar sequías con la consecuente pérdida de alimentos, y ver modificarse las relaciones entre muchas especies (plantas y sus polinizadores, predadores y presas, y demás interacciones). No solamente tenemos una vaga conciencia acerca de estos fenómenos –y una vasta ignorancia acerca de su dinámica y sus consecuencias– sino que encima nos damos formas de gobierno que deliberadamente desconocen las relaciones entre la sociedad y la naturaleza, en aras de “su solemne deber de proteger a los pobladores de su nación”.

Desde luego, el “gesto” de Donald Trump de abandonar el acuerdo de París es de una imbecilidad paradigmática. Pero no nos quedamos atrás en estulticia: mientras nuestro gobierno responde a los desplantes de nuestro vecino del norte, limitándose a decir que antes de criticar a nadie, tendremos que ponernos a trabajar en lo que nos toca, sigue actuando como si lo que acontece en los ecosistemas mexicanos resultase ajeno a las decisiones que se toman en nombre del desarrollo.

Al son de un discurso que ensalza la condición megadiversa de la naturaleza mexicana, y presume los esfuerzos realizados por conservarla, se va recortando sistemáticamente el monto de los recursos destinados expresamente a la conservación. Mientras nos llenamos la boca de consignas en pro de la seguridad alimentaria de nuestros pueblos, promovemos la producción de cultivares que poco contribuyen a mejorar la dieta de nuestra gente, pero que sí ponen en riesgo la calidad del suelo y el agua, y la salud de los residentes rurales, como es el caso de la soya transgénica y otros organismos genéticamente modificados.

Mientras vociferamos acerca de las virtudes de nuestros programas de ordenamiento pesquero, vemos sumirse en el desastre a la flota camaronera de Campeche, y contemplamos complacidos la captura indiscriminada de pepinos de mar, hasta que llegue el punto en que se desplome esa pesquería.

La retahíla de lamentaciones podría proseguir y hablar de la pérdida los bosques, de la erosión, del crecimiento desordenado de los centros de población, de la construcción sin ton ni son ambiental de infraestructura “para el desarrollo”, de la disposición inapropiada de los residuos que todos generamos; en fin, del deterioro de nuestro entorno y, en consecuencia, de nuestra calidad de vida.

Baste con estos breves apuntes para enfatizar el hecho de que este pasado cinco de junio fue un sombrío Día Mundial del Medio Ambiente, en el que no existe gran cosa que celebrar. Desde luego, nada que se parezca a la idílica visión del director del PNUMA.


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