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Rafael Robles de Benito
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Miércoles 19 de abril, 2017


Uno de los rasgos más importantes del decreto que emitió recientemente el Ejecutivo estatal en el que declara a Yucatán territorio libre de organismos genéticamente modificados, ahora objeto de una controversia constitucional, es que también se obliga a promover el cultivo de productos orgánicos. Cumplir este compromiso tendrá importantes repercusiones ambientales, sociales, y económicas, por lo que debe dar pie a una amplia discusión, en la que participen los más diversos actores sociales, pero sobre todo las comunidades rurales (predominantemente mayas) de la entidad.

Para empezar, la agricultura orgánica implica abatir el uso de agroquímicos industriales (tanto fertilizantes como plaguicidas). Además de que esto significa una disminución de la incorporación de contaminantes tanto al agua como al suelo, también entraña cambios importantes en las prácticas agrícolas. Por ejemplo, los residuos orgánicos domésticos y los restos de las actividades de podas, rozas y tumbas (que usualmente se queman) tendrán que ser utilizados para la producción de compostas. Además, el control de plagas y hierbas tendrá que llevarse a cabo, ya sea con productos ambientalmente inocuos, o de manera manual.

Desde luego, disminuir el uso del fuego como herramienta agrícola puede significar una reducción en las emisiones de gases de invernadero a la atmósfera. Pero a la vez de que se logra este avance, la producción agrícola significa una mayor cantidad de horas/hombre para cada producto, en comparación con las que se requiere para producirlos a través de grandes monocultivos mecanizados, altamente dependientes de la inversión en agroquímicos, pero poco demandantes en cuanto a mano de obra, excepto en la cosecha de algunas commodities que deben ser piscadas a mano, como la fresa o el tomate. Así, en un “mercado justo” (suponiendo que una cosa así pueda existir) los productos orgánicos tendrán mayores precios que los convencionales.

Por otra parte, si se espera que la agricultura orgánica contribuya a la seguridad alimentaria de la región, especialmente a la de las comunidades campesinas, implicará también una agricultura diversa. Si bien esto abona a la revalorización de la milpa y del solar (o huerto familiar), reduce la posibilidad de producir volúmenes suficientes de productos determinados, como para competir en los mercados convencionales. ¿Se trata entonces de promover una agricultura de autoconsumo?, ¿o se trata más bien de poner en cuestión la estructura de los mercados de alimentos? Hay que considerar además el asunto de la certificación orgánica: ¿cuánto añade a los costos de producción?, y ¿quiénes son los legítimos certificadores?

Aunque no se ponen en duda las bondades de la producción orgánica en lo que corresponde al medio ambiente y a la salud, quedan muchas interrogantes acerca de los impactos sociales y económicos que el promover este tipo de prácticas puede tener a escala estatal. Antes que quedarnos con una propuesta relativamente marginal, dirigida al reducido mercado de quienes por moda o por conciencia muestran la disposición –y la capacidad– de pagar los sobreprecios de la agricultura orgánica, habrá que explorar cuáles son las alternativas de producción orgánicas culturalmente aceptables, en el sentido de que se adapten a las prácticas agrícolas tradicionales de milpa y solar; ambientalmente sustentables, capaces de contribuir a la agrobiodiversidad de la región, sin aportar al ambiente contaminantes químicos y gases de invernadero; y económicamente viables, capaces de aportar productos a precios competitivos en los mercados existentes, y capaces también de ofrecer a los productores alternativas atractivas, distintas del monocultivo o de la ganadería.

Esta discusión, apenas comienza. Quedan además en el tintero otros aspectos del asunto, que tienen que ver, por ejemplo, con la producción de mieles, con la organización de los productores, y con el funcionamiento de los mercados y centros de acopio. Habrá que encarar esta discusión, pero invitaría a hacerlo a partir de la premisa de que Yucatán, en efecto, debe ser territorio libre de transgénicos, al menos hasta en tanto quienes están empeñados en producirlos comprueben satisfactoriamente que resultan inocuos. La carga de la prueba les corresponde, y hasta ahora parecen muy lejos de alcanzar estándares que resulten convincentes. Mientras eso sucede –si es que puede suceder– evitemos los organismos genéticamente modificados, y démonos a la tarea de buscar la mejor forma de construir una forma orgánica de producción agrícola que resulte satisfactoria tanto a productores como a consumidores, en pos de una genuina seguridad alimentaria.


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