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Giovana Jaspersen
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 7 de abril, 2017


Hombre de la calle, mujer de la calle, niño de la calle… ¿Qué viene a la mente? ¿Pobreza? ¿Peligro? ¿Miedo? Vayamos más allá en el ejercicio con términos concretos encerrados en sustantivos ¿Qué entendemos por “callejera”? ¿Y por “callejero”?

El significado denotativo de las palabras hace que: hombre, mujer, niño y calle, se dibujen en nuestra mente con cierta claridad y sepamos a qué se refieren al pronunciarlos; por su parte, el connotativo, tiene que ver con la construcción cultural del lenguaje que modifica el sentido de las mismas palabras al convertirlas en ideas. Este último significado es el que más nos habla de quiénes somos y cómo se nos ha explicado el mundo. Por él, al escuchar “hombre de la calle” se dibuja en mente un indigente o un pandillero; por su parte “niño de la calle”, sugiere un menor pobre y sin casa; y -de forma lamentable- oír “mujer de la calle", hace rondar en su mente a una prostituta, misma que se reconoce como sinónimo de “callejera”, a diferencia del “callejero” que tendrá que ver con la vagancia y falta de ataduras en un hombre. Más allá de lo escabroso que resulta hacer un análisis con enfoque de género de lo anterior, vale detenernos en las razones por las que el ejercicio de la calle y la pertenencia a ésta se relaciona con lo negativo, pues parece que hoy “Ser de la calle” y “Estar en la calle” huele a miedo y a pobreza, a desprotección, desvalía y explotación.

Sin profundizar en cómo construimos estas ideas, su connotación nos ha alejado históricamente del espacio que habitamos y transitamos. Entonces ¿De quién son las calles? ¿Cómo se ejercen? ¿Cómo se usan? ¿Realmente están relacionadas con la desprotección y la inseguridad?

En oposición a todas las implicaciones negativas, hace un par de semanas una Mérida iluminada nos recordó una de las tantas maneras positivas de ejercer las calles: el arte y la cultura. Miles de personas, anduvieron durante cuatro noches para disfrutar FILUX, sin miedo; disfrutaron la ciudad y transitaron el espacio que les pertenece y al que pertenecen en tanto que lo ocupan. La cultura libre y abierta fue sitio democrático para la experiencia desde el colectivo, donde todos somos. No hubo lenguas, edades, procedencias o preferencias y se desdibujaron los límites para ser comunidad.

Esta unidad social, la respiramos también en las calles y la denuncia, en temporadas sombrías y dolorosas. Poco a poco hemos visto desdibujarse la falsa idea de que la manifestación pública es negativa, o distingue clases y comportamientos sociales; para ver que es justo el espacio que pertenece a todos donde es posible manifestar aquello que interesa a todos. Las calles, son espacio de autodefensa desde la colectividad, porque no queremos más sangre ni injusticia y “la paz” -a pesar de lo abstracto- es el bien que todos ambicionamos. Calles donde todas las voces se suman y forman una, o donde al callar -como vimos a la razón de los feminicidios en últimas fechas- se grita y se llora. Donde el silencio vale y enuncia la urgencia de caminar juntos, cuidándonos; pues cuidar del otro es cuidar de sí.

Muchos casos muestran que también es la ciudadanía quien ilumina las calles en el delito, por ejemplo, después de que Merly Guadalupe fuera asesinada brutalmente por su expareja hace unos días un hombre que presenció la escena no sólo corrió hacia ella, sino que se valió de un tubo para que el asesino soltara el arma y se mantuviera inmovil hasta la llegada de la policía. Este hombre no defendía a la víctima, pues después de 12 puñaladas poco se podía hacer por ella, nos defendía a todos, a nuestros padres e hijos, a los suyos, defendía nuestra tranquilidad de salir por la noche sin que nos maten, a vivir sin miedo. Él, ejerció las calles al defenderlas de quien las mancha.

Ahora bien, qué sucedería si no se tratara de un hombre, sino de 20, 30 o 100. ¿Los criminales sentirían la “libertad” de delinquir? De ser así, ¿seguirían en libertad?

El poder de la ciudadanía sobre las calles y el espacio público es clave para la construcción de nuevos esquemas de convivencia y disfrute, pero también de seguridad. Pertenecer y estar en la calle debe ser ejercicio de defensa de la tranquilidad, la posesión de las calles y la pertenencia de los hombres a éstas puede ser positiva. Pensemos, siguiendo a Eco -entre otros-, que “el orden que imagina nuestra mente es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido, carecía de sentido”. Desandemos entonces los peldaños y nuestras calles, para que las mujeres puedan andarlas solas o acompañadas, sin ser prostitutas o juzgadas como tales; aprendamos de nuestras comunidades rurales y pueblos originarios para comprender que la defensa de las calles es la de todos nosotros, que ser y estar en la calle es camino para que las noches se iluminen y se extinga el miedo. El espacio público es un sistema cuyo motor y funcionamiento radica en las personas como radica también cambiar la connotación de las palabras, decidamos pues qué queremos comprender por “callejero” y ejerzamos la calle, por la tranquilidad de todos.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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